jueves, 25 de abril de 2013

Oclocracia


Hace más de 80 años, el escritor inglés Aldous Huxley imaginaba Un Mundo Feliz (Brave New World, 1930).

Brave New World
 era una obra de ciencia ficción con una muy ingeniosa vuelta de tuerca sobre las clásicas visiones distópicas. La misma radicaba en que la sociedad del futuro no era dominada por los métodos represivos clásicos, sino por los diametralmente opuestos. En el mundo ficticio de Lenina Crowne (*), el Estado se encargaba de la distribución gratuita de pastillas de hormonas de placer, alentaba la promiscuidad y fomentaba el consumo indiscriminado de objetos e imágenes. Sometidos a una satisfacción constante, los ciudadanos descritos en la novela funcionaban en rutinas prediseñadas, hablaban trivialidades y en general demostraban una individualidad prácticamente nula. Me parece notable que el libro haya sido concebido por Huxley como una parodia de las utopías populares de su época y en especial de las de H.G. Wells. Este último autor había explorado temas similares a los de Un Mundo Feliz en La Máquina del Tiempo (The Time Machine, 1895), con la diferencia de que la apatía eterna de la sociedad hedonista de los Eloi ya había pasado de la mera respuesta a una influencia externa para convertirse en endógena: no era necesario un Estado para oprimir al individuo porque ya no existían individuos, y los Morlocks sólo tenían que atraerlos a sus mataderos subterráneos con sirenas (de la variedad mecánica, no homérica, aunque el efecto buscado fuera el mismo) sin preocuparse por la posibilidad de que entre los Eloi surgiera un solo pensamiento disonante.

((*) Los que recuerden la película El Demoledor (Demolition Man,1993), notarán tal vez las similitudes nada casuales con la sociedad pacífica a la que arriban el policía de Silvester Stallone y el villano de Wesley Snipes. El personaje de Sandra Bullock se llamaba, justamente, Lenina Huxley. Es raro encontrar en el cine ejemplos de este tipo de distopía "del bienestar", pero uno de los más recientes sería la audaz Wall-E (2008))

Cuando se publicó Brave New World todavía no habían eclosionado los totalitarismos más gigantescos y destructivos que conociera la humanidad. De hecho, se dice que Huxley encontró la inspiración para su libro observando simplemente el positivismo consumista que prevalecía en la sociedad norteamericana en las vísperas de la Gran Depresión. Le preocupaba la facilidad con que las comodidades se daban por sentado entre la gente y por cómo esta "subestimada tendencia a la distracción" podía ser aprovechada por gobernantes malintencionados.

En el desarrollo de esta política, sólo se tiene en cuenta de una forma superficial y burda los reales intereses del país, dirigiéndose el objetivo de la conquista al mantenimiento de un poder personal o de grupo, mediante la acción demagógica en sus múltiples formas apelando a emociones irracionales mediante estrategias como la promoción de discriminaciones, fanatismos y sentimientos internacionalistas exacerbados; el fomento de los miedos e inquietudes irracionales; la creación de deseos injustificados o inalcanzables; etc. para ganar el apoyo popular, frecuentemente mediante el uso de la oratoria, la retórica y el control de la población. La apropiación de los medios de comunicación y de los medios de educación por parte de dichos sectores de poder son puntos clave para quien busca esta estructura de gobierno, a fin de utilizar la desinformación.
-- De la entrada en Wikipedia para Oclocracia

En 1958, Huxley publicó una secuela (en rigor, una colección de ensayos) a la que tituló Nueva Visita a un Mundo Feliz (Brave New World Revisited). Para entonces, el mundo ya había sufrido la experiencia de los absolutismos a enorme escala: ideologías belicistas como el fascismo y el comunismo se habían consolidado en versiones modernas y eficientemente sanguinarias que en conjunto extinguieron un estimado de más de 100 millones de vidas. No sólo eso: lo perturbador era que los genocidios habían contado con un notable apoyo popular en sus usinas de origen. Con semejante campo experimental a su disposición, Huxley pudo trabajar sobre el alcance de sus pronósticos y determinar hasta qué punto se habían cumplido o fracasado. Lo que descubrió fue que no sólo se había cumplido gran parte de sus predicciones, sino que se seguían cumpliendo y a un paso más acelerado de lo que él mismo había previsto.

En ese ínterin, ya se había publicado también el clásico de George Orwell, 1984 (Nineteen eighty-four, 1949), otra mirada sobre una distopía futurista pero de corte represivo, donde el Partido mantenía un control férreo sobre los canales de comunicación y las vidas de los ciudadanos, y practicaba una distorsión sistemática de la realidad por medio de la repetición constante de contra-valores; el "Ministerio del Amor" era el sitio donde se llevaban a cabo las torturas. El libro alcanzó un éxito tan grande y fue tan difundido que varias referencias se fueron incorporando definitivamente al lenguaje común, como "Orwelliano" y el mismo "Big Brother", que en la novela era el nombre del invisible líder del Partido que lo vigilaba todo. Corroborando tal vez irónicamente los viejos temores de Huxley, el concepto de "Gran Hermano" hoy se transmutó en un divertimento de masas frecuentemente acusado de convertir a los participantes en ratas de laboratorio triviales y cínicas. Y sin coacción mediante: son los mismos partipantes los que marchan gustosos al proceso de desafección con la zanahoria de un premio en metálico o simplemente fama. 

Tanto Huxley como Orwell, desde el carácter divergente de sus ficciones, entendían que la propensión despótica podía ser independiente de nombres, géneros o creencias, pero dependía de un elemento crucial sin el cual ningún totalitarismo podía existir, la no en vano llamada "madre de todas las batallas" entre los paralelos contemporáneos: el control de los canales de información. 

En su propaganda, los dictadores de hoy confían principalmente en la repetición, la supresión y la racionalización: la repetición de las consignas que desean que sean aceptadas como verdades, la supresión de hechos que desean que sean ignorados y el fomento y racionalización de las pasiones que puedan ser utilizadas en interés del Partido o del Estado.
-- Nueva visita a un Mundo Feliz, cap. IV: "La propaganda en una sociedad democrática"

Nuestra ilusión de permanencia nos juega en contra al evaluar la distancia que nos separa de estos y otros tantos abismos. Así vemos lo acontecido hace 60 ó 70 años como perteneciente a otro tiempo y lugar. No sólo eso; tendemos a ver los hechos más traumáticos en un contexto histórico como repentinos, y no como el resultado de procesos graduales, y por ende nos imaginamos capaces de detectar o parar a tiempo algo que en estos días sería "impensable". Esto es, una vez más, una ilusión que queda en evidencia cuando se advierten los signos de estas mismas tendencias latentes en nuestra vida de todos los días, al punto de que parecen esperar sólo la chispa correcta. Por tal caso, tampoco ha variado la situación con respecto a otros temas abordados por el libro, como el de la superpoblación (En este punto el panorama sigue siendo negro: el autor se espanta por el hecho de que entre 1930 y 1960 la población mundial haya aumentado de 2 mil millones a 2,8 mil millones. Cincuenta años más tarde, somos 6 mil millones y no hay ninguna certeza con respecto a una eventual desaceleración).

Pero si es tan fácil hacer futurología (y como se ve, los despotismos siguen prácticamente el mismo libro de texto sin importar la centuria), ¿por qué tropezar una y otra vez con la misma piedra? ¿Dónde están los hombres justos de la famosa cita atribuida apócrifamente a Jefferson? Si los males generados por la humanidad comparten varias características esenciales, también, es mi opinión, lo hacen las potenciales soluciones. Pero me parece evidente que el reconocerlos depende en buena medida de la habilidad que tenga la sociedad en general para distinguir el método bajo la multiplicidad de contenidos que pueden despistar, y así advertir el peligro antes de que tenga oportunidad de manifestarse a sus anchas. Todavía hay que pasar el filtro de las creencias y las ideologías, que siempre juegan un papel ilustre en el ascenso al poder de las organizaciones criminales. Tal es el poder de estos surcos mentales que incluso entre quienes han abrazado alguna visión sectaria en algún punto de sus vidas y hoy la han abandonado o reniegan, parece quedar un residuo que sigue afectando la visión de la realidad más contundente. Por ello considero que la mejor forma de eludir estas trampas es volver a lo básico: olvidarse de escribas, discursos y tomos, dejar de seguir a las mismas voces de siempre, y apelar simplemente a una intención honesta, una mente limpia y crítica, y un fin puro. Sin estas precondiciones, no hay realidad que no pueda ser distorsionada, ni crimen que no pueda ser justificado por los sofistas a sueldo: el dinero le dará forma definitiva a la racionalización del mal, no importa cuán grotesca sea la forma que adopte.

En estos días escucho revuelo ante la noción del "ir por todo" expresada por figuras supuestamente democráticas. Quizás lo que ha cambiado es la candidez con la que se reconoce el fin, pero en rigor toda secta, todo fundamentalismo, toda organización criminal va por todo. Enfrentarse a la irracionalidad violenta es un problema muy distinto al de lidiar con interpretaciones distintas, o visiones en conflicto. Como dijo alguien, una mentira no es una opinión más. En este sentido comparto la perplejidad y la ansiedad de muchos ante este fenómeno, así como la confusión a la hora de pensar en soluciones concretas: ¿cómo se comunica uno con quien carece de códigos universalmente reconocidos como humanos? Más aún, ¿puede alguien pensar realmente que este es un problema político, y no previo?

La única herramienta legítima y efectiva que conozco para desbaratar estas amenazas, como tantas otras, está en la prevención via educación. Y lamento que la palabra evoque los sistemas educativos actuales, disfuncionales y muchas veces contraproducentes, porque está claro que estamos hablando de otra cosa. Ni hablar en nuestro país, donde enfermedades que se creían erradicadas vuelven a instalarse sobre los escombros del sistema: hoy de nuevo tenemos que luchar para que los colegios no inyecten ideología a los niños con métodos que eran siniestros ya hace 7 décadas. Pero diga lo que diga el cuadrito que encabeza este post, lo cierto es que el desarrollo intelectual o el tener un IQ elevado no son obstáculo para la malignidad y, en el peor de los casos, proveen el filo que necesita el cuchillo. Como alternativa, una educación que se enfoque en la relevancia del sentir y el pensar actuando al unísono, que se ocupe más de vaciar (desconstruir) que en llenar, con un foco puesto en el desarrollo de la empatía y el bienestar del conjunto (no declamado sino real), tal vez colabore para desmalezar ese espacio interior que debe estar limpio para dejar lugar a la manifestación de la intención pura. 

Pienso que una educación realmente útil debería partir de asegurar esas bases y de allí ampliarse en dos direcciones: interna y externa. El proceso debería fomentar la formación de individuos que se rijan por principios éticos, individuos incorruptibles no por impostura, sino por comprensión cabal de cómo se sirven las buenas intenciones. Sería difícil entonces que nuestras democracias, tan invocadas de la boca para afuera pero en definitiva débiles y anómicas, degeneren en las pantomimas oclocráticas de las que se ufanan tantos líderes con rasgos psicopáticos. El trabajo externo de esta educación se centraría en la supervivencia, y apuntaría a evitar que este tipo de mentes vuelvan a tener injerencia sobre el destino de millones de vidas.

El trabajo interno, por otro lado, apuntaría a entender cómo y por qué surgen este tipo de mentes, descubriendo tal vez el germen de estas tendencias agazapado dentro de nosotros mismos. Y ahí, como diría Keanu, "Whoa".


sábado, 13 de abril de 2013

Netflixeando: Rogue (2007)

La sección de horror de Netflix sigue siendo a todas luces bastante anémica (*), pero navegar por la categoría de "Añadidas recientemente" depara cada tanto una que otra sorpresita digna de atención. Aunque los criterios de selección de estas adiciones para mí siguen siendo inescrutables, algunas sí parecen seguir ciertos temas o patrones. Por ejemplo, las últimas novedades en el género incluyeron las 3 Wishmaster, las 3 Child's Play, y también apareció una serie de películas sobre cocodrilos gigantes, entre ellas dos secuelas de Lake Placid y la que me ocupa en este post.

(*)  Cuando digo anémica me estoy refiriendo a cantidad, no a calidad. Sabiendo los problemas de Netflix para hacerse con los derechos de películas recientes y mantener al mismo tiempo un balance positivo en los todavía frágiles mercados latinos, me resulta al menos entendible que la calidad del catálogo sea muy heterogénea. Pero el género de horror ofrece otro tipo de oportunidades, que aparentemente hasta ahora Netflix no ha podido o querido aprovechar. No soy el único a quien le gustaría poder disfrutar de una oferta extensa de películas de terror clase B, bodrios por más señas, de esas que existen primordialmente para disfrutar entre amigos o para matar las últimas horas del día. Al saber perdida la competencia por el cine reciente o premium, Netflix podría reorientar sus esfuerzos a convertirse en EL repositorio de cabecera para el fan del horror, o cine clásico de género, ya que me cuesta creer que los derechos de estos films sean demasiado onerosos. Pero la verdad es que ignoro los detalles...

La película en cuestión se llama Rogue, un título tal vez no muy feliz por lo poco descriptivo. Y que me suena de alguna forma como un intento de imitar a Jaws (y la regla no escrita dice que toda película de animal monstruoso que se precie debe tomar algún apunte de Jaws) en eso de aludir en forma lírica o indirecta a la bestezuela de marras. Esta es una práctica que normalmente se pierde por completo en la traducción a nuestro idioma, viendo que Jaws se transformó en la muy obvia Tiburón, la mencionada Lake Placid se llamó simplemente El Cocodrilo, y así. Aunque quizás sea mejor que nuestros tituladores se aferren a la literalidad. The Ghost and the Darkness (1996), aquella de los leones asesinos con Val Kilmer y Michael Douglas, ligó el cuestionable nombre de Garras (!!)

Es posible que Lake Placid sea en buena medida la responsable (o culpable) de la resurrección del subgénero de cocodrilos gigantes en el cine del nuevo milenio. Apostando al humor muy tongue in cheek, logró algo similar en el género a lo que Scream había hecho pocos años antes con los thrillers de asesinos seriales. No era una gran película ni mucho menos, pero le sobraba audacia para meter a Bridget Fonda, Brendan Gleeson, Bill Pullman y Oliver Platt en una recreación-parodia directa y honesta de las viejas películas de monstruos, y un guión igualmente desvergonzado y repleto de humor negro. Esta combinación parece haber sido suficiente para ganarle una buena cantidad de seguidores. En lo personal, Lake Placid me resultó entretenida, que es mucho más de lo que puedo decir de algunas películas posteriores que trataron de seguir el mismo camino; por ejemplo la demasiado aburrida Eight Legged Freaks (2002) o las abominables secuelas/reinventos de Piraña. La línea entre el homenaje retro y el bodrio que confunde autorreferencia con inteligencia es aparentemente muy delgada, ni hablar cuando se intenta hacer una comedia de horror.

Greg McLean, director de Rogue
Rogue (término inglés que en el contexto del reino animal se aplica a los ejemplares salvajes, descontrolados y solitarios) aparece en Netflix con el nombre Terror bajo el agua. (¡Hablando de títulos poco inspirados!). Pero la película se distingue de sus parientes cinematográficos en un par de rubros. Nada más empezar, con la llegada del protagonista a un bar remoto del outback australiano, impactan la calidad de la fotografía, lo económico de los diálogos, la naturaleza ominoso-melancólica de la muy buena música, y el filoso lenguaje visual. Al buscar datos del director descubrí que se trataba de un tal Greg McLean, quien había dirigido previamente Wolf Creek (2007). Esta había sido una película típica en el género de los hillbillies asesinos -que incluye clásicos como Deliverance (1972), también en Netflix, y The Texas Chainsaw Massacre (1974) - pero que aún sin apartarse de las convenciones lograba crear una atmósfera de tensión muy interesante que le daba una personalidad propia.

Más animado entonces por este buen comienzo, me preparé a recibir aún más sorpresas. Fue una espera vana. Lo que fundamentalmente hace agua (ja!) es el guión, que de tan rutinario me imagino que en Hollywood debe existir en forma de sello, o de formulario. Un grupo de ............ (turistas) queda atrapado en un ............. (islote en medio de un río), donde son acechados por un ......... (cocodrilo gigante) que va .............. (devorándolos) uno a uno. Lo que nos queda por evaluar entonces es la ejecución de este concepto. No querría ser demasiado injusto, ya que no espero que a esta altura se pueda innovar demasiado; es simplemente que hay veces en las que una película logra hacer click a pesar de cargar con un tema trilladísimo. Rogue no lo consigue, aunque queda cerca.

La caracterización de los personajes/víctimas potenciales podría haber sido mucho peor. Los estereotipos esperables en este tipo de film reciben aquí pequeños detalles de atención y diálogos mayormente naturalistas que contribuyen a su humanización. Pero la acción que afecta a estos personajes es fórmula, fórmula. Consideremos el interés romántico del reportero protagonista, la muy bonita australiana Radha Mitchell. Radha es la guía del tour y capitana de la barca que llevará a los turistas por un río apartado donde eventualmente se toparán con el super-croc. El personaje está bien delineado, con varias facetas que la muestran como una mujer con la firmeza necesaria para manejar situaciones de tensión, sin llegar a ser una heroína de videojuego. Pero si la caracterización supera la media de la industria, el guión termina tratándola como a cualquier otro interés romántico. Algo parecido sucede con el resto de los pasajeros; todo rasgo que podría haberse desarrollado en algo interesante termina siendo ignorado o descartado, ya sea por intervención reptiliana o por simple pereza argumental.

Radha Mitchell en Rogue
La caracterización del cocodrilo no tiene tanta suerte. Rogue parece haber tomado nota de Ridley Scott y el mismo Spielberg en lo que hace a la política de exposición del monstruo, ya que durante los dos primeros tercios de la película del cocodrilo apenas se ve una escama. Claro, a Spielberg o Scott esto les permitía generar un suspenso y aprensión crecientes; en manos de McLean el artilugio es tan obvio que resulta irritante, cuando no ridículo. Es que para ajustarse al requerimiento de no mostrar la cara, el croc (que tiene las dimensiones de un ómnibus diferencial y pesa claramente unas cuantas toneladas) entra y sale de escena con la velocidad y el sigilo de un ninja. La parquedad se trata evidentemente de una decisión deliberada y no de un tema de presupuesto, ya que el tercer acto revela un CGI muy decente, y es -a diferencia de la mayoría de los casos en el género- cuando la película alcanza mayor vigor y tensión genuina.

Rogue puede ser una de las mejores películas de cocodrilos que he visto hasta el momento, pero no es difícil adivinar que eso no es decir mucho. Tiene a su favor que se toma completamente en serio y no es completamente risible. Recibe un score de 6/10, principalmente por la música, la fotografía, la ambientación y el segmento final, que se reserva algunas emociones.