lunes, 24 de marzo de 2014

Progreso II


Hay veces en que me encuentro con imágenes que lo dicen todo, como la de arriba.

La yuxtaposición me parece poética. Esta mañana temprana de sábado que amaneció despejada y soleada da para miradas más líricas. El cielo está tan puro y límpido que parece sólido, una pizarra azul. 

Aquí abajo, mientras tanto, una colaboración estrecha entre perros, cartoneros y transeúntes desaprensivos ha derivado en el desparramo a conciencia, cuadra a cuadra, de una auténtica exposición de desperdicios de todo tipo y tamaño. Las colonias de moscas que asisten a la muestra zumban, animadísimas, en grupos de densidad variable. Tal vez hasta cuchichean. ¿Ya probaste el buffet?

Es un poema distinto. Recuerdo que cuando yo era chico recorría estas mismas calles y juntaba del suelo las bolitas -semillas- de los árboles del paraíso. Recuerdo también su olor peculiar y el sonido de las hojas arrastradas por el viento. Todas imágenes sepia que quedan de la infancia. El aroma dominante hoy es el de las deposiciones caninas -al menos no hay humedad, así que la base es menos aceitosa y más liviana, una especie de eau de popó-, pero a veces también huele a algo muerto. 

Muy cerca de acá, en una noche tórrida del diciembre pasado, fuimos testigos de una sucesión de cortes. Primero hubo un corte de luz. Después hubo un policía que al volver de su trabajo se encontró con otro corte, esta vez el de una avenida. El calor, la locura y un par de balas hicieron lo suyo, y lo que se cortó a continuación fue una vida. Sólo una anécdota más de un fin de año memorable por todas las razones equivocadas.

Sigo caminando. Realmente es un día diáfano. El sol ya se asomó, la temperatura es perfecta, fresca sin ser punzante. Aquí abajo, mientras avanzo en el silencio de la mañana, la cosa parece algo irreal. Los grafittis, siempre incansables en su objetivo de cubrirlo todo, parecen estar advirtiéndome algo, como que estoy atravesando -o a punto de franquear- terreno hostil. Acá rige otra cosa, parecen decir. Y ahora los desperdicios me suenan hasta insolentes, parecen reírse de los tachos plásticos de color naranja que fueron instalados en cada cuadra, respondiendo a códigos antiguos e irrelevantes; el maelstrom residual se ríe al menos de aquellos que no están completamente destruidos. 

Tal vez los desechos me suenan insolentes porque no se ocultan. La pata de pollo a medio masticar conversa con el envase de Tetra al pie de un árbol. Un trozo de papel higiénico que cabalga la brisa amenaza con plantarse en mi cara. Puedo ver que buscan el nuevo orden, pretenden ser la alfombra natural de las veredas. Debemos ver al detrito que fluye hacia la calle como parte natural del paisaje. Una especie de hojarasca otoñal de una primavera consumista que nunca enseñó, ni buscó hacerlo, la importancia del mantenimiento, de la prevención, de asegurar que las alcantarillas no se obstruyan. En fin, todo lo aburrido que distrae del mandato primaveral. Pero llega el momento, dicen los sabios, en que la basura te tapa. 

Paso por la panadería que ya no va a abrir. Hace unas semanas entraron unos pibes y le pusieron un caño en la panza a la chica que atendía, que estaba embarazada de 8 meses. Cuando se fueron con unos pesos y la promesa implícita de volver, el carnicero de la esquina la auxilió y la llevó a su casa. Nadie supo más de ella. Con su familia habían venido del interior, buscando una vida mejor.

De repente, en una esquina, pesco unos bultos oscuros que me llaman la atención. Alguien ha dejado cuatro cajas de cartón junto al cordón de la vereda, y sea por algún impacto o la curiosidad de algún tercero, tres de ellas se han roto y han vertido su contenido sobre la calle. Me acerco. Tres gallos negros descansan mirando al cielo, cada uno sentado en un pote de cerámica terracota. Por las rendijas de la caja que ha quedado intacta adivino el cuarto, también acurrucado en su pesebre insólito.

Sigo caminando y me olvido de sacar la foto. Llamo a un amigo para hablar de varias cosas -sé que madruga y que a esta hora lo voy a encontrar- y le comento mi hallazgo. "Macumba", me confirma. En realidad, tiene sentido, pienso.

La tecnología no sólo va más rápido que nosotros, sino que nos engaña. Ella, y los tachos de basura. De pronto me viene a la mente Pocahontas en Europa, vestida con ropas que no eran suyas, muerta a los 22 años por alguna enfermedad pedestre. Pero Pocahontas era una princesa Powhatan. No hay nada de realeza en lo que se despereza aquí bajo las vestiduras, en lo que late bajo el disfraz.

Tal vez sea esa sensación de irrealidad que ha acentuado la aparición de los gallos, pero hasta me parece escuchar algo confundiéndose con el zumbido sordo que se percibe en el fondo de todos los silencios, incluido este profundo silencio matinal; como un murmullo de tambores a la distancia, a mi alrededor, bajo mis propios pies. 

O tal vez sólo sea un piquete en algún lado. Todo puede ser.


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