miércoles, 16 de octubre de 2013

Coincidencias I

Cor Stoop (izquierda) reunido con su dentadura.

Me dio por pensar en las coincidencias.

(No confundir con casualidades). Las hay para todos los gustos.
Están las pequeñas, del estilo "me leíste la mente, te estaba por llamar", o "¡estaba pensando justo en esa canción que estás tarareando!". También las medianas, donde las probabilidades se estiran bastante, del tipo "¡Cómo, vos también viniste a veranear esta semana a este pueblito en la Quebrada de Humahuaca!"

Normalmente, cuando narramos nuestro último episodio vinculado con alguna de estas dos categorías, nunca falta un aguafiestas entre la audiencia dispuesto a ilustrarnos con variadas y molestas - por lo banales, por lo poco románticas - explicaciones plausibles. Afinidad cultural. Implante subconsciente. Sesgo selectivo. Sesgo de confirmación. Una compleja red de factores intercausales que a nuestras toscas entendederas aparecen como poco menos que magia.

En fin, todo sería muy triste si no existiera una tercera categoría, la de las coincidencias más grandes, que no son tan fáciles de descular y que -nos gusta creer- pueden cerrarle la boca al presuntuoso.

Estoy convencido de que todos experimentamos al menos una mediana alguna vez. No me refiero a esos breves flashes de dejá vu que nos dejan aturdidos por unos segundos, convencidos de que ya pasamos por un determinado lugar, que en algún momento pretérito (siempre impreciso) ya hemos visto a esa persona cruzar el pasillo con ese gesto y ese andar exacto, o que ya escuchamos a ese amigo decirnos lo que nos está diciendo palabra por palabra, y con ese mismo café como telón de fondo, aun cuando sabemos que todo eso es imposible.

No, hasta donde sé esos destellos pueden ser simples trucos o glitches del cerebro que reordena los eventos vividos de una manera exótica, vaya uno a saber por qué. Si la mente es la que crea el tiempo, también puede mezclarlo un poco cuando falla algún contacto. Una explicación simple que de momento me sirve, por lo menos hasta que estos fenómenos dejen alguna huella en algún instrumento y alguien se tome la molestia de investigarlos.

Pero retomando, a medida que aumentan las variables involucradas en una coincidencia, merman las explicaciones plausibles. Me interesan las historias de coincidencias sorprendentes. Yo mismo guardo el recuerdo de un par experimentadas de primera mano que podrán ser menores, pero que custodio como si fueran trofeos y trato de mantener lejos de la mirada clínica del infaltable refutador de leyendas.

Como puede esperarse, el folklore internacional está lleno de historias de coincidencias fabulosas. Algunas cruzan la frontera de la popularidad y se convierten en leyendas urbanas. En lo personal tengo que agradecer a ese gran difusor de historias que fue Charles Berlitz (1913-2003), famoso autor de serios tratados sobre ovnis, apocalipsis, triángulos bermudeños y atlantes, entre muchos otros habitantes de la frontera entre la ciencia y la fantasía, y nieto del fundador de las academias Berlitz de idiomas (el mismo Charles Berlitz podía hablar en 30 dialectos distintos) por aquellos muchos momentos de maravilla de mi niñez y preadolescencia, incluso esos que como aprendería más tarde no tenían, ¡ay!, mucho asidero real.

La historia que me ocupa hoy cumple algunas mínimas condiciones de notoriedad, ya que en su momento fue difundida por Associated Press y se hizo bastante conocida en Europa. También apareció en algunos diarios de habla inglesa (por ejemplo el californiano Lodi News-Sentinel) y la encontré referenciada en un par de libros distintos. Queda en el lector, sin embargo, la opción de estimar su verosimilitud.

El suceso ocurrió en 1994. El protagonista era un pescador holandés sesentón bautizado con el fantástico nombre de Cor Stoop. Este veterano lobo de mar se hallaba en medio de un viaje de pesca en pleno Mar del Norte cuando el clima rudo y el vaivén de las olas decidieron confabularse con el almuerzo del mediodía y jugarle una mala pasada. Apremiado por las circunstancias, Cor no dudó en vaciar su estómago por encima de la barandilla del barco; pero la eyección del contenido ofensivo resultó ser tan violenta que se llevó también la dentadura postiza que engalanaba sus encías superiores. Era un Cor desdentado y frustrado el que regresó a su casa esa noche, pensando en el tesoro nacarado que ahora yacía en el fondo del mar.

Dos meses más tarde, ocurrió lo inesperado. El dueño de una tienda de pesca de Amsterdam, pescador también él, se encontraba trozando la faena del día anterior cuando al abrir al medio uno de los bacalaos capturados se llevó una sorpresa mayúscula. Entre las tripas del animal de casi 10 kg había aparecido una dentadura reluciente, y a todas luces humana. Perplejo, el hombre consultó con gente del lugar, y dio con un capitán que recordaba un caso de unos meses atrás; el de un hombre que había perdido una dentadura postiza por encima de la borda. Cor Stoop.

Como por entonces no sabían todavía su nombre, el comerciante decidió ir a una radio de Amsterdam y hacer público el aviso del hallazgo con la esperanza de dar con el dueño de los dientes falsos. Aquí las versiones no se ponen de acuerdo sobre si el que estaba escuchando la radio en ese momento era Cor mismo o su esposa; lo cierto es que el veterano acudió al llamado y se reencontró con sus dientes perdidos, a los que identificó inequívocamente al calzárselos con un ajuste perfecto. El bacalao había devuelto lo que no le pertenecía.

En ese año, el Ministerio de Agricultura y Pesca del Reino Unido estimaba la población de bacalao en el Mar del Norte en aproximadamente 200 millones de ejemplares.

¿Verdad? ¿Cuento de pescadores? ¿Asombrosa conjunción de eventos, astros y peces? Continuará...


2 comentarios :

  1. Una reciente, más cercana y que no necesita de pruebas sobre su veracidad (pues ayudada la teoría de la probabilidad por sus habitantes, en Argentina bastaba esperar para que esta coincidencia fuera paradójicamente inevitable).

    A una conocida le roban por tercera o cuarta vez el estéreo de su automóvil. Esta vez decide no comprarlo nuevo pues "está cansada de pagar una fortuna para que se lo roben cada dos por tres": le comunica a su hija que lo adquirirá en la calle Libertad, donde sabe que hay negocios en los que la mercadería es nueva, otros en la que es usada, y otros en la que es "usada". La hija decide acompañarla.
    En el que sería el último negocio en el cual averiguan si tienen tal y tal modelo, el dueño le dice que sí y se lo muestra. Le comunica el precio: una fracción del precio original. Justo lo que la madre esperaba escuchar, por lo cual lo toma y verifica su estado. Satisfecha se nota dispuesta a adquirirlo, pero la hija de pronto le toca el brazo con la mirada fija en el aparato:

    -Mamá...-vaya a saber si la madre escucha, ávida de pagar e irse.
    -Mamá... -repite-.
    -Qué.
    -Es nuestro estéreo.
    -Sí, por fin encontramos el que necesitábamos. Y pinta muy bien porque...
    -No -interrumpe la hija-, es NUESTRO estéreo... el que nos robaron.

    La madre la mira, incrédula:
    - ¿Qué? ¿Cómo sabés?
    -Tiene acá atrás la calcomanía [¿de Futillitas, de Sarah Kay?] que le puse, ¿te acordás?.
    La madre mira mejor: ES su estéreo.

    Mira ahora enfurecida al vendedor y lo increpa:
    -¿Cómo llegó esto acá?
    El hombre guarda silencio.
    -¡¿CÓMO CARAJO LLEGÓ ESTO ACÁ?!

    -Lo compré, obvio.
    -¿Y le pidió la factura de compra al que se lo vendió? ¿No sabía que podía ser robado?
    -No, no le pedí la factura de compra y sí, es un riesgo: podía ser robado.

    -¡Ah! ¡Qué bien! ¿Así que usted compra cosas robadas, incluso SABIENDO que pueden ser robadas? ¿ASÍ QUE A USTED LE IMPORTA UN CARAJO DE DÓNDE SALE LO QUE COMPRA y a quién perjudica?

    El dueño no aguanta más y le espeta:
    -¡SÍ, me importa un carajo de dónde sale lo que compro! ¡IGUAL QUE A USTED! ¡Usted vino ESPECÍFICAMENTE a lugares donde SABE que puede encontrar este tipo de mercadería! ¡Usted SABE que un estéreo como éste al precio que lo estaba por comprar no puede ser sino robado!

    La mujer se queda muda. El hombre acerca su cara a la de ella y termina diciendo:
    -Los robos existen -y yo existo- justamente porque hay gente COMO USTED que luego viene y compra lo que suelen robar A OTROS.

    Agrego: la única diferecia fue que en este caso la mujer había sido víctima no sólo de los ladrones, sino de una inesperada coincidencia...


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  2. Muy buena la anécdota. Además de la moraleja, me interesa el tema de cuán inesperada sería ESA coincidencia específica. Suponiendo que tuviéramos acceso a datos precisos de robos de estéreos, radios geográficos, cantidad de mercadería vendida por esos comercios, etc. ¿Se podría calcular la probabilidad de encontrar tu estéreo en la calle Libertad a X días del robo? Yo creo que sí. Hasta pienso que no serían cifras muy astronómicas.

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