sábado, 28 de diciembre de 2013

Velas



Cierta vez escuché referir que el pequeño Domingo Faustino Sarmiento, ya un lector voraz desde su niñez, solía esperar durante meses la llegada de libros de Europa en latín, francés e inglés (idiomas que había aprendido por su cuenta); los cuales, una vez en sus manos, consumía página tras página a la luz de la vela.

Desde hace unos días me permito la risible osadía de sentirme hermanado con aquel joven Sarmiento aunque más no sea en un aspecto: casi dos siglos después, redescubro el placer de leer bajo la lumbre de una llamita danzarina.

Tal vez porque llevo años imaginando escenarios de caos similares al actual -¿y hubo alguna crisis más anunciada que esta?- pero de mucha mayor intensidad, o por el esfuerzo que invierto en entrenarme para una vida menos dependiente de las distracciones modernas, la pérdida de internet o la compu no me afecta demasiado (el calor, lamentablemente, es otra historia). Simplemente muevo un switch mental y entro en modo offline, un poco lo que hago cuando paso unos días en la costa. Afortunadamente la transición es fluida. Es, tal vez, una de las tantas tácticas de supervivencia que adopto y que funcionan. La imagen del pequeño Sarmiento me ha ayudado siempre: seguramente a él no le habría afectado tanto perder el cable.

Vivir en un departamento de un piso alto tiene sus pros y sus contras. Por un lado, la perspectiva que brinda el asomarse a la ventana (el balcón, ay, es otro lujo que se añora) y apreciar la extensión del desmadre. Los gritos y puteadas que rebotan en la caja acústica que forman las paredes de edificios, terminados y a medio terminar, y que llegan al oído en estado prístino. El olor a humo que viene de las cubiertas que se queman en la avenida dos cuadras más allá, si uno tiene suerte de percibirlo (porque quiere decir que está soplando una mínima brisa). La interminable sucesión de pitidos y sirenas de bomberos, policías, ambulancias, o del auto que están intentando afanar en algún lugar de la boca de lobo en que se transformó la esquina.

Librado a las herramientas con las que uno nació, en la oscuridad, la reflexión surge más espontáneamente si uno logra distraerse de las gotas de sudor que resbalan por la espalda, el pecho, las sienes y mejillas. Los diarios y noticieros ya han registrado descripciones muy pintorescas y urgentes de la realidad que están viviendo miles (¿decenas de miles?) de personas en estos días de furia y récords térmicos. Y ataduras con alambre, por supuesto. No tiene sentido en seguir regodeándose en detalles o más efectos cuando el mensaje es claro.

Mirando desde el edificio, entonces, viendo a otros vecinos asomarse para boquear un poco de aire, no será la última vez que me pregunto por nuestra voluntad de entramparnos. De meternos en pajareras de cemento que con tanta facilidad se vuelven hornos de barro, que con la suspensión de un solo servicio pueden transformarse en cárceles tropicales de difícil acceso. Pero claro, aceptamos mucho más vejaciones cuando vivimos en una ciudad populosa. Y ese contrato implícito a mí me suena cada vez más ridículo.

Sin servicios, los edificios crujen. No fueron diseñados para eso. Están pensados para un sistema que funcione. Un poco como la república, o la democracia. Crujen ambas. Presuponen buena intención, y ese es el problema. Aquí también nos entrampamos una y otra vez celebrando o defendiendo diversas formas de insania, y después esperamos que las cosas salgan bien. Como todo efecto, la calidad de los servicios son una continuación natural de los estándares de quienes los gerencian o supervisan. Y por lo menos, los servicios tienen solución.

Alguna gente, decía el Comisionado Gordon, sólo quiere ver el mundo arder. Los botones de muestra que apenas esta semana se añadieron a la mercería que venimos acumulando fueron un par de ejemplares, tal vez más débiles, irascibles o simplemente más transparentes que el resto, que decidieron expresar su fino y sensible análisis sobre el tema; uno desde una posición pública, otro desde uno de los megáfonos subsidiados del poder político. Estos indiscretos serán tal vez reprendidos pero volverán a la manada, ya que lo grave no es el culto libre del hate speech que haría las delicias de Biondini, ni la lógica desquiciada de sus dichos; el tema es que lo dijeron en voz alta y en una época un tanto complicada.

Lo bueno de los embates de la adversidad es que vienen siempre acompañados de la oportunidad de perspectiva. Uno llega a apreciar realmente los momentos en que la luz vuelve, como una bendición, y eso que su situación no se compara con las de los miles (¿decenas de miles?) de indefensos que pasan varios días a oscuras y sin agua. Como en el caso de los saqueos, se pone de relieve la fina línea que nos separa de la Edad de Piedra y cuánto dependemos en definitiva únicamente de aquello que no podemos llevarnos.

Los problemas energéticos no son nuevos, y no se espera que cedan en un futuro cercano. Habrá que aguantar. Antes de que la carencia se convierta en crisis hay lugar, pese a todo, para el encanto en esta austeridad forzada. De nuevo esas pequeñas tácticas que se comparten con la descendencia. Llenar la bañera, administrar hasta el inodoro (if it's brown, flush it down; if it's yellow, let it mellow), meter objetos en la heladera de a lotes para no tener que abrir y cerrar. Y tener a los chicos leyendo codo a codo en silencio con uno es una experiencia que ni el cable ni la compu pueden reproducir.

Los problemas más cruciales y que realmente duelen son los otros, los llamados humanos. Otro punto de hermanación paradojal con aquel joven Sarmiento. La vela, de pronto, con sus silencios forzados, parece encarnar un rasgo de civilización. La barbarie grita en Twitter.


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