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sábado, 9 de diciembre de 2017

Mini-review: Ex_Machina

Caleb (Domhnall Gleeson) encuentra por primera vez a Ava (Alicia Vikander), en una subyugante escena de Ex_Machina

Nathan: It's a closed loop?
Caleb: Yeah. Like testing a chess computer by only playing chess.
Nathan: How else do you test a chess computer?
Caleb: Well, it depends. You know, I mean, you can play it to find out if it makes good moves, but... but that won't tell you if it knows that it's playing chess. And it won't tell you if it knows what chess is.

Ex_Machina (2014), de Alex Garland, no solo es la mejor película que vi este año: puede ser además la mejor película sobre la interacción de humanos con IAs avanzadas que se haya hecho desde 2001 (2001: A Space Oddysey, 1968).

Ex_Machina es sci-fi destilada, calculada, casi kubrickiana, con diálogos y situaciones con filo propio y simbología –tanto la manifiesta como la lograda con recursos puramente cinematográficos– para diseccionar a gusto y piacere. No es *enteramente* impredecible, pero sí juega con las expectativas de la audiencia y se guarda varias pequeñas perversidades, todas ellas presentadas con un cierto halo de inevitabilidad y el mismo nulo efectismo de otra película notable: Bajo la Piel (Under the Skin, 2013).

En aquella, la inteligencia de la protagonista era extraterrestre, no artificial. Pero al evaluar capacidades indistinguibles de las de un dios, las diferencias son irrisorias. Ex_Machina lo sabe, y aunque no lo dice (su intención y su alcance son mucho más acotados), queda para el espectador descubrirlo, quizás tras examinar con más detenimiento el regusto amargo que deja el final.

4/5

martes, 7 de julio de 2015

Netflixeando: The Last Stand (2013)


Viendo el estancamiento del cine de acción a gran escala, y a falta de sorpresas o figuras convincentes que reemplacen a los íconos de los '80 (todavía trato de hacerme a la idea de que, no hace mucho, Hollywood consideraba en serio a Channing Tatum y a Sam Worthington como herederos dignos), se aprecian mucho más ciertos valores como la capacidad de mantener una mínima coherencia con los códigos del género. He aquí mi último hallazgo.

El Último Desafío (The Last Stand, 2013) tiene como protagonista a Arnold Schwarzenegger en el papel de un ex-policía de Los Angeles quien hace muchos años cambió la violencia de la gran ciudad por un puesto como sheriff, en concreto de uno de esos bucólicos pueblos fronterizos donde los mayores conflictos tienen que ver con mascotas perdidas. Cuando el sanguinario heredero de un cartel narco elige a este apacible lugar como escala de su fuga a México, Arnold debe emplear los escasos recursos a su alcance –que incluyen un par de escopetas y dos o tres alguaciles– para detenerlo.

Un argumento de molde para un desfile de personajes y situaciones vistas mil veces no afecta, sin embargo, la efectividad de esta película económica y directa. De nuevo la coherencia: nadie empieza (o nadie debería empezar) El Último Desafío esperando verosimilitud, sino un correcto y entretenido recorrido por los clichés del género, apoyado en actuaciones acordes: de Eduardo Noriega, como el narcotraficante que encara una de las fugas más inverosímiles de la historia del cine y que parece tener un talento sobrenatural (por supuesto) para burlar a SWAT y el FBI; de Forest Whittaker, como el agente que lidera la investigación y que desdeña (por supuesto) la ayuda pueblerina de Arnold; del siempre confiable Peter Stormare en el papel de lugarteniente (por supuesto) del malvado, y hasta de John Hurt en una brevísima aparición como un granjero de pocas pulgas y muchos cojones. La mayor novedad del elenco es la presencia disonante de Johnny Knoxville, claro intento del estudio por capturar la franja etaria (e intelectual?) de Jackass. Knoxville interpreta al "loco de la guerra" del pueblo, que no es más que un estorbo cómico hasta que (por supuesto) demuestra su valía cuando la situación así lo demanda.

El narco Gabriel Cortez (Eduardo Noriega) a punto de poner a prueba la credibilidad de la audiencia
Hasta aquí, todo salido del Script-O-Matic 3000. Pero ¿y Arnold?

El póster lo presenta en actitud aguerrida, pero la verdad es que el veterano actor luce positivamente geriátrico. Es un poco lastimoso verlo moverse en cámara lenta o intentar un diálogo entrecortado con más acento que nunca. Curiosamente, nadie en la película hace referencia a la edad del sheriff, sino a su veteranía, lo que me lleva a pensar que el papel estaba destinado originalmente a otras estrellas. Y en verdad esto es material decididamente B para Arnold, mucho más que otros films de acción "menores" de su carrera como El Sexto Día (The 6th Day, 2000) o Daño Colateral (Collateral Damage, 2002), y con un presupuesto muy reducido (aparentemente los realizadores pensaron que regar las múltiples escenas de violencia con sangre de CGI era una buena idea. Nunca lo es). Más risible aún es tratar de presentar a nuestro querido austríaco en su estado actual como alguien capaz de sostener una lucha cuerpo a cuerpo contra una persona joven y en perfecto estado físico.

Afortunadamente, ninguna frase de Terminator fue dañada durante la realización de esta película
Tal vez con el casting se buscó dar una respuesta tardía a Tierra de Policías (Cop Land, 1997), aquella en la que Stallone encarnaba también a un oficial de la ley avejentado y fuera de forma contra fuerzas que lo superaban ampliamente en número, pero claro, ese era otro tipo de película. El Último Desafío no pretende ser otra cosa que un show de acción previsible y sin complicaciones, ideal para pasar el rato con pochoclo o sucedáneo, disfrutando de ver a un Arnold Schwarzenegger crepuscular en un papel hecho a la medida de un Danny Glover, un Vin Diesel, o incluso un Steven Seagal que resucitara súbitamente del purgatorio del "directo a DVD". Ajustando estas expectativas, la película funciona perfectamente.

El Último Desafío es una película dirigida por el (para mí) ignoto Kim Jee-woon y dura aprox. 1 h 45 m.



jueves, 27 de noviembre de 2014

Netflixeando: Yo Soy (2011)

Cierta vez me encontraba en la sala de espera de un consultorio aguardando un turno que ya llevaba bastante retraso. Como esto era antes de los celulares y no tenía un libro encima, tuve que recurrir a la oferta disponible en el revistero, que consistía en una mezcla de revistas "del corazón" y de esas que se obsesionan con las vidas de las celebridades.

Asomándome así al mundo de los ricos y famosos, leí una nota donde se afirmaba que Julio Iglesias era dueño de varias propiedades repartidas por el mundo, todas ellas valuadas en pequeñas fortunas. Según el artículo, algunas de estas moradas internacionales apenas habían sido visitadas, mientras que en otras el cantante nunca había puesto un pie.

Recuerdo que la idea me produjo una cierta tristeza. Me imaginé aquellas mansiones inmóviles, esas decenas de habitaciones vacías empolvándose en silencio, alumbradas tal vez con la presencia del cuidador ocasional, pero sin oportunidad de cobijar alguna memoria pasional o siquiera algún fantasma modesto.

La noticia me produjo eso y, por supuesto, la misma perplejidad que aún hoy siento ante noticias similares, que tiene que ver con el eterno tema de la motivación. ¿Por qué? ¿Para qué?

Tom Shadyac es el nombre del director de varias comedias protagonizadas por Jim Carrey: Ace Ventura: Detective de Mascotas (Ace Ventura: Pet Detective, 1994), Mentiroso Mentiroso (Liar Liar, 1997), Todopoderoso (Bruce Almighty, 2003), entre otras. Y como él mismo cuenta en su documental semibiográfico Yo Soy (I Am, 2011), tras conocer el éxito en Hollywood comenzó a llevar un estilo de vida similar al de Iglesias.

Sus películas recaudaban millones. Iba de fiesta en fiesta y se codeaba con el jet-set de la industria del entretenimiento. Solía ir de "shopping", pero no en busca de ropa o juguetes caros, sino de casas lujosas. No se mencionan detalles más escabrosos, si los hubo, pero su existencia seguía en general el molde de las del resto de las estrellas terrenales, quienes suelen cumplir puntillosamente aquel mandato implícito que indica que, cuanto más grande es la mochila, más hay que llenarla.

Pocos años después, sin embargo, llegaría para Shadyac un momento bisagra. Se hallaba solo en el vestíbulo del nuevo palacete que acababa de comprar, todavía entre los bultos que había dejado el camión de la mudanza, cuando se percató de algo muy simple, pero también muy inquietante.

Descubrió que no se sentía feliz.

En rigor, el momento bisagra había ocurrido antes, en 2007, cuando un accidente de ciclismo lo había enviado al hospital con una conmoción cerebral, hipersensibilizado, postrado y con pronóstico incierto. Tras meses de infierno, eventualmente Shadyac se enfrentó a la realidad y la inmediatez de la muerte. Y de pronto, un día, los síntomas comenzaron a ceder. Pero así como cuando se repliega la marea la arena que queda ya no es la misma, el exitoso y despreocupado director de Hollywood ya había cambiado.

La experiencia pareció apartar un velo intuido pero ignorado, y también disparó un par de preguntas que hasta entonces habían quedado sumergidas en las piscinas de las bacanales californianas y ahora apremiaban por algún motivo. En particular:

¿Cuánto es demasiado?

O también, ¿cómo se relaciona la pulsión de poseer con la de aventajar y diferenciarnos del resto? Es decir: ¿cómo se relaciona la pulsión del consumo con la construcción de una identidad individual?

Shadyac analiza brevemente estas preguntas, conectándolas con la ubicuidad de la competencia y la constante búsqueda del éxito o el reconocimiento en todos los planos, pero enseguida las deja en el aire y arremete con la cuestión central que lo desvela:

¿Cómo se arregla el mundo?

La parte más extensa del documental se dedica a encontrar una respuesta convincente a esta pregunta. Para ello, el director recurre a varias personalidades de la ciencia, la literatura y la intelectualidad, quienes en un marco descontracturado e intimista (no puede faltar el humor, especialmente la parte en que tipos como Noam Chomsky deben responder si han visto Ace Ventura), van delineando la tesis: la respuesta a la supervivencia de nuestra especie está en nuestra capacidad innata para la colaboración y la empatía.

Los argumentos presentados van desde la poesía a la psicología y la biología. En una ecléctica sucesión de imágenes y conceptos, veloces pero prolijamente editados, desfilan Rumi, Einstein y el Dalai Lama. Todos ellos señalan la necesidad de rescatar la esencial función social humana de ese grillete individualista que confina a la especie, sobre todo desde la visión de las ciencias duras, a una competencia feroz por la supremacía gobernada por nuestros mismos genes y, por lo tanto, inevitable.

Tom Shadyac entrevistando a Desmond Tutu, figura del anti-apartheid.
"¿Ha visto 'Ace Ventura'?"
No todo me impresiona como convincente en este compost heterogéneo de ideas y buenas voluntades que, tal vez por su ecumenismo, a veces parecen ir en distintas direcciones sin mucha estructura. El foco está puesto mayoritariamente en las ciencias mainstream, las blandas y las duras, aunque hay algunas (pocas) referencias a la cuántica, y un reconocimiento a la vertiente más "fringe" que encarnan el Instituto de Ciencias Noéticas y el Instituto HeartMath. Pero aunque el tratamiento puede ser light, el documental no se ocupa de misticismo ni de conciencia universal, y Dios no aparece por ningún lado.

De hecho, en el tercer acto la película parece apoyarse en el rescate de nuestros "better angels", al decir de Steven Pinker, subrayando el valor del activismo pacífico mediante figuras más convencionales y concretas como Martin Luther King, Gandhi y el hombre de Tiananmen. Pero si la respuesta a los males del mundo decepciona un poco por lo simplista o trillada, la película preserva una veta mucho más rica que merece destacarse. Porque no olvida la pregunta inicial de Shadyac, la que lo empujó en definitiva a ampliar sus miras y a considerar a la humanidad en su conjunto.

¿Cuánto es demasiado?

¿Por qué volvemos a esto, por qué vuelve Shadyac? Parecería más importante lo otro, ver cómo se arregla el mundo, buscar una teoría unificada que explique todos los males de la humanidad como derivados de un rasgo o factor. ¿No sería maravilloso? Si pudiéramos identificar ese maldito interruptor, sólo restaría aprender cómo activarlo.

Y todos podemos ensayar respuestas, que aunque puedan ser coincidentes, contrapuestas o mixtas, casi con seguridad involucrarán cambios que deberán realizar esa vaga mezcla de estereotipos, atajos y prejuicios a medio cocinar que llamamos "los demás" y que, por tanto, están fuera de nuestro control.

Hay una razón, pienso, para que Shadyac haga hincapié ese momento crucial en que pudo verse "desde afuera" como actor en una comedia con un guión preestablecido de la que, paradójicamente, él no era el director.

El descubrimiento de que uno no está en control suele ser devastador. Puede dar por tierra con una vida entera. Quizá por eso muchos reaccionan aferrándose aún más a su solución o modelo, y terminan convenciéndose de que los cambios deben imponerse en forma mecánica, es decir por la fuerza. Más allá de esta frontera nos espera el laberinto de las locuras revolucionarias, el fundamentalismo religioso, los regímenes totalitarios y las masacres étnicas. Afortunadamente Shadyac no sugiere avanzar por ahí.

De hecho, lo notable es cuán cerca de casa elige quedarse. Sobre el final del documental, nos cuenta un poco más de su vida actual y del progreso de su nuevo camino, y es allí donde se puede ver hasta qué profundidad caló ese desplazamiento de percepción. Vendió su mansión de Los Angeles y el grueso de sus posesiones, abrió un hogar para homeless y se mudó a un barrio de casas rodantes. Desde allí planeó esta película y un libro sobre sus experiencias en la nueva senda.

Imagino que el hombre aún así tiene para vivir cómodamente el resto de sus días, pero este nunca fue, para mí, el punto, ni los ricos son el problema real. La claridad que le permitió a Shadyac una crisis inesperada también le permitió hacer lo que muy pocos en su posición harían, o siquiera considerarían: cambiar su propio estilo de vida. En mi opinión, el hecho de tener una cuenta bancaria abultada lo hace incluso más raro y admirable.

En última instancia, el trabajo de Shadyac elude los devaneos teóricos y los sermones, toma la punta del ovillo, y ofrece una respuesta pragmática. Puede que éste sea su mayor valor. Es un documental ligero y a la vez extraordinario, que entiende que las preguntas "¿cuánto es demasiado?" y "¿cómo se arregla el mundo?" están sutil pero inextricablemente ligadas.



miércoles, 30 de julio de 2014

Harry Dean Stanton y la nada



Harry Dean Stanton es uno de esos actores que no convocan exactamente multitudes ni abultan taquillas por sí mismos. Pero también es de esos que suelen aportar categoría automática a una película con su sola presencia. No importa si se trata de bodrios clase B, ni cuán importante sea el rol que les toca jugar. Stanton tiende a marcar una impresión tan indeleble como sus aparentemente eternas arrugas.

Siempre me lo confundo con su contraparte británica en varios sentidos, John Hurt. Quizá sea que ambos comparten esa mezcla poco usual de talento perdurable y look cotidiano, transitado, o "weather beaten", como dicen por ahí. O porque ambos fueron parte de ese fogonazo irrepetible que fue Alien (1979), donde pudieron brillar en su papel de trabajadores mundanos transportados a una pesadilla futurista. Un guante de seda para el aire de Hombre Común que destilan ambos en la pantalla con una facilidad que engaña.

Volviendo a Harry Dean Stanton, que ya tiene 88 años. La famosa revista estadounidense Esquire lo entrevistó en 2008 y produjo un artículo inusual que se limita a enumerar una serie de reflexiones del actor. Astutamente se nos oculta el hilo conductor que las motivó, aunque no debe ser muy difícil de reconstruir. Tal vez el periodista sintió que toda pregunta era superflua; tal vez supuso que las frases lo decían todo.

Lo cierto es que Stanton demuestra estar a la altura de su estatus de culto y de su propio rostro curtido. Sus comentarios reflejan varios viajes internos.

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(Extracto)

Iglesias. Católicos. Judíos. Cristianos. Protestantes. Mormones. Musulmanes. Cienciólogos. Todos ellos son macrocosmos del ego. Cuando el hombre empezó a pensar que era una persona separada, con un alma separada, creó una situación violenta.

Todos quieren una respuesta. Creo que fue Gertrude Stein quien escribió: "No hay una respuesta, nunca hubo una respuesta, nunca habrá una respuesta. Esa es la respuesta". Es difícil de tragar, pero es la verdad última.

Estábamos haciendo la película A través del huracán (Ride in the Whirlwind, 1966) y Jack vino y me dijo "Harry, tengo este personaje para ti. Su nombre es Blind Dick Reilly y es el líder de la pandilla. Tiene un parche en el ojo y usa un bombín". Y después me dijo: "Pero no quiero que hagas nada. Deja que sea el vestuario del personaje el que actúe". Quiso decir: sólo actúa como tú mismo. Hago las cosas así desde entonces.

La percepción directa es su propia acción.

No sabes lo que vas a decir o pensar dentro de diez segundos. ¿Quién está al mando, entonces?

Yo también me gano la vida haciendo preguntas. Al actuar, haces preguntas.

No hay una respuesta a la pregunta de qué era lo que convertía a Paul Newman en un gran actor.

No, no tengo curiosidad sobre nada. Simplemente dejo que todo suceda.

No hay una respuesta para la existencia del estado de Kentucky. Nuevamente, estás buscando una respuesta y no hay ninguna.

Sólo me alimento para poder fumar y mantenerme vivo.

Los Diez Mandamientos. ¿Qué es eso? Eso es lo que hacen en el Ejército, darte órdenes. ¿"No matarás"? E inmediatamente nos dedicamos a matarnos; en masa.

La mayoría de la gente no habla de ello, a medida que envejece. Pero el impulso sexual cede. Ya no te motiva.

Me encantaría conocer a Gandhi. Y a Cristo. Estoy seguro de que sería un tipo interesante. Y muy distinto de lo que piensa mucha gente.

El vacío, la nada, son conceptos aterradores para la mayoría de las personas en este planeta. Yo mismo a veces sufro ataques de ansiedad. Conozco el miedo a ese vacío. Debes aprender a morir antes de morir. Te rindes, te abandonas al vacío, a la nada.

Ah sí, con Marlon hablábamos todo el tiempo de estas cosas. Una vez, por teléfono, me preguntó: "¿Qué piensas de mí?" Y yo le dije: "Creo que no eres nada". Y él "¡JAJAJA!"

¿Si hay una manera interesante de morir? ¿A quién mierda le importa? Ya estás muerto de todas formas.

Lo único que me da miedo es no saber cuánto tiempo va a continuar la consciencia después de que el cuerpo muera. Sólo espero no encontrar nada. Como era todo antes de que naciera.

¿Has entrevistado a alguien más que hable de estas cosas?

Espera, tengo que atender esta llamada. "Hey, hermano. Sí, fantástico. Sí, me está entrevistando un tipo de Esquire. Estamos hablando sobre nada. A esta altura ya lo tengo bastante empapado en nada. Ha dejado de hacerme preguntas".

Entrevista de Cal Fussman



Via | Esquire


miércoles, 7 de mayo de 2014

¿Sueñan los androides con...Selfies?




Mi murciélago muerto del post anterior le recordó al amigo MAD el final de Blade Runner (1982).

Por pura casualidad, hoy me encuentro con esta serie de selfies capturadas por la actriz Sean Young mientras se estaba rodando la película. Las fotos la muestran muy divertida posando junto a algunos compañeros del elenco y el staff (aunque sólo puedo reconocer a Rutger Hauer y a un sorprendido/aterrado Harrison Ford).

En otras fotos aparece caracterizada como su personaje, la enigmática Rachel.





Para tomar estas instantáneas Young usó una cámara Polaroid, ese aparatejo maravilloso que en ese entonces no habrá representado la innovación que hoy encarna, digamos, Google Glass, pero casi. Salvo la low-res entrañable y un leve efecto difuminado de película setento-ochentosa, las fotos parecen haber sido sacadas ayer; testamento tal vez de la calidad de la máquina.


Más de 30 años más tarde, con todo el alboroto que arma todo el mundo con las selfies, me imagino a una Sean Young madura, donde sea que esté hoy, exhalando un suspiro, meneando la cabeza y diciendo "bah!".

El juego completo de 20 fotos puede verse en el sitio Retronaut.com, que es casi casi tan maravilloso como una Polaroid en los ochenta.


Via | Retronaut


miércoles, 5 de marzo de 2014

Apostilla a "Gravedad"



No vi la entrega de los Oscar y no sé bien quién ganó qué. Hace muchos años que la ceremonia dejó de interesarme, así como sus criterios. No es por pasar por anti-establishment, porque admito con naturalidad que desde chico y durante década y media más fui un fan declarado y sentí la "magia" de Hollywood en carne propia. Lo adjudico más a haber nacido en la generación de Spielberg — y, sobre todo, de John Williams — más que a cualquier cholulismo, ya que siempre vi a los actores como actores. La decepción que siguió a ese idilio fue gradual y lenta, pero definitiva. No me quejo; yo crecí con E.T. e Indiana Jones; los preteens de hoy tienen a Crepúsculo y Tarantino.

Volviendo a la entrega, sí sé, por lo menos, que Gravedad anduvo por ahí y se llevó algunas estatuillas. Perfecto, aplaudo la coincidencia. No tengo que aclarar que aunque no hubiera ganado ninguna, seguiría siendo una de las mejores películas que he visto en el pasado reciente, incluso después de pasar con honores la prueba de la segunda vez a la que acceden las muy contadas películas que hoy logran generarme un mínimo entusiasmo, o que directamente merecen que las termine de ver.

Pero este post existe porque en mi recorrido periódico para desempolvar las novedades fílmicas de los últimos meses descubrí la reseña de noviembre de MaryAnn Johanson, la neoyorquina que escribe FlickFilosopher.com (uno de los sitios de cine online más antiguos de Internet), y me pareció excelente.

En particular, Johanson hace una observación de esas que me hubiera gustado pescar yo mismo:

Quizás lo más hermoso de Gravedad — y este concepto se lo debemos originalmente a la ciencia ficción — es la sensación de que la Tierra que rota bajo Stone [Bullock] y Kowalski [Clooney] no es una colección de lugares discretos y distintos, sino que es un solo lugar. Un solo Hogar. En Gravedad, no se trata de escapar de la órbita terrestre para llegar a Houston o el Lago Zurich, en Illinois (Stone le cuenta a Kowalski que ella vive allí), o a un lugar específico. Se trata de volver Abajo. A cualquier parte. Incluso en las tomas panorámicas del planeta, Cuarón no nos da ningún punto de referencia reconocible: no tenemos la bota de Italia, los Grandes Lagos, nada a qué aferrarnos. Sólo se ve verde, azul, y nubes. Es todo hogar. Es un concepto sobre el que deberíamos tratar de reflexionar más, porque muchos de los problemas actuales que nos parecen intratables — como el cambio climático — serían mucho menos intratables si viéramos al planeta como un lugar unificado en lugar de dividido.

Me parece un bello pensamiento, y extremadamente pertinente. Podría utilizarlo para decir que el mundo se reparte entre quienes lo ven (y lo viven) como un entrecruzamiento sin fin de divisiones, fronteras, conspiraciones, identidades, luchas de clase/religión/raza, conflicto permanente, etc. y quienes, sin ignorar lo anterior, se ubican en una capa más externa, una órbita si se quiere, desde donde entienden que a la distancia todos esos límites se difuminan y pierden sentido. Algunos logran subir a este punto escénico en vida, la mayoría parece hacerlo en su lecho de muerte.

Y aún si definiera estos dos grandes grupos, estaría cayendo en la misma trampa; porque todas esas posturas, esperanzas y dislates nos pertenecen a todos, y el mundo exterior es sólo una proyección de esto.


Posts relacionados: Gravedad: Earth below us, drifting, falling

Via | FlickFilosopher

viernes, 1 de noviembre de 2013

Gravedad: Earth below us, drifting, falling


Quiero decir de entrada que Gravedad (Gravity, 2013) es una película que *exige* verse y disfrutarse en 3D. Seguro, la frase es un lugar común, pero insisto: véanla en 3D. En el caso de Gravedad, una sala 2D convencional puede recortar demasiado la experiencia.

El argumento: Sandra Bullock y George Clooney son astronautas que están cumpliendo una misión de rutina para la NASA, arreglando un problemita con el Hubble en la órbita terrestre cuando algo, claro, sale mal. Eso es todo lo que voy a decir sobre la historia, que de todas formas es bastante leve. Lo que importa aquí es el espectáculo.

El ritmo de la película es bastante medido para los estándares de un film de alto presupuesto. Cuando arranca, sin embargo, la acción es siempre visceral. Gravedad es una película de estómagos retorcidos y palmas húmedas. Bajo la dirección de Alfonso Cuarón, quien también guionó, la cámara serpentea entre los personajes y las cosas con la fluidez de un astronauta más. Como una versión extendida e hiperdimensionada de la famosa escena del auto de Hijos del Hombre (Children of Men, 2006), pasamos de contemplar las estrellas a mirar a Bullock de frente, y de un zoom in interminable rotamos a las estrellas de nuevo, pero ahora estamos adentro del casco de la actriz, mejilla a mejilla, todo en una toma continua. El paso de la agarofobia a la claustrofobia se maneja con idéntica elegancia. Mucho más que vitrina para virtuosismo gratuito, el 3D aquí es un componente esencial para la inmersión, a diferencia del simple gimmick al que se ve reducido en la mayoría de los blockbusters hollywoodenses.

Esto no quiere decir que Gravedad no sea un blockbuster hollywoodense, que lo es: u$s 100+ millones de presupuesto invertidos en efectos especiales que se ven tan absolutamente extraordinarios como naturales, y un par de los actores más populares del planeta. Sucede que también está permeada de sensibilidad indie, sin grasa ni hidratos de carbono, con largas pausas, silencios profundos, ciencia dura, y una tenacidad admirable para mantenerse dentro de los parámetros de la lógica del mundo real a expensas, pienso yo, de una mayor accesibilidad. Sólo un evento cerca del tercer acto de la película me hizo dudar, y temí que todo derivara en sacarina pura y con un final a lo Bruce Willis, pero resultó ser un pequeño giro, un amague que no por ser un poco predecible fue menos brillante. Gracias, Cuarón.

Sandra Bullock y George Clooney deben terminar las reparaciones antes de lo esperado en Gravedad

Entre las influencias que pude reconocer destaco por supuesto la de 2001 (2001: A Space Odyssey, 1968), al menos una tensa escena de 2010 (1984), y mucho de Mar Abierto (Open Water, 2003), y hasta aquella gran canción de Peter Schilling. Tampoco puedo dejar de pensar en el cuento de Ray Bradbury que mencioné en un post-elegía a principios del año pasado, Calidoscopio.

The Dig: imposible no asociarlo
Hablemos brevemente de las estrellas, de esas que no son esferas de gas incandescente. Bullock, la sorpresa, deja atrás sus mohínes tradicionales y se transforma en una maravilla, pura fibra, control y vulnerabilidad; Clooney es... bueno, Clooney; el papel le pide la típica mezcla de cool y what-me-worry que lo hace básicamente indistinguible del Clooney de, digamos, El Pacificador (The Peacemaker, 1997)... pero una vez más, el conjunto funciona a la perfección. A todo esto, si alguna vez se realiza la versión cinematográfica de The Dig (1995) de LucasArts, ya tienen al actor para interpretar a Boston Low.

Finalmente, el film le otorga al rol del antagonista tanta importancia como a los actores principales. En esto también Gravedad es bastante inusual, ya que no tiene ni monstruos espaciales, ni computadoras esquizoides, ni villanos teatrales que suelten frases creadas en comité y ya premasticadas en cientos de comic books. No; en su lugar aparece Sir Isaac Newton, o, más bien, las leyes físicas que llevan su nombre. La presión impersonal que ejercen sobre los protagonistas, la forma en que gobiernan este reino silencioso y hostil con mano de hierro y sin margen de negociación, se transmite al espectador con contundencia pero sin que la película haga de ello una fuente de referencia constante (la exposición también está reducida a un mínimo), lo cual es otro de sus grandes logros. Los humanos, fuera de nuestro elemento, sólo podemos acatar en las buenas y tratar de agarrarnos a algo en las malas, y eso es todo.

"En el espacio, nadie puede oírte gritar" era el slogan de una obra maestra del género híbrido de ciencia ficción/horror de hace unos cuantos años. Gravedad no llega a ser un clásico. El argumento es tal vez demasiado directo y simple; la pequeña historia de redención que contiene no llega a levantar mucho vuelo. Pero aquel slogan inquietante reencarna hoy en una pantalla implacable que en todo momento devuelve en partes iguales espectáculo, tangibilidad y plausibilidad. Las audiencias modernas, muchas veces hambrientas de thrillers inteligentes y muchas veces frustradas, se merecen muchas más películas que tengan la misma consideración.


miércoles, 11 de septiembre de 2013

Grandes momentos del cine: Henry V



"We few, we happy few, we band of brothers;
For he to-day that sheds his blood with me / Shall be my brother"
Henry V, Acto IV Escena 3

Kenneth Branagh tenía 28 años cuando saltó a un merecido estrellato tras dirigir y protagonizar su versión de Enrique V. Esta producción de 1989 contó con una puesta en escena fastuosa y un guión muy fiel al drama de Shakespeare; encantó a la crítica especializada, y le hizo frente a la hasta entonces indisputada versión de Laurence Olivier.

Mi opinión general es mixta. La película es a veces inaccesible (los diálogos son los originales shakespereanos), y a veces algo lenta, pero su ingreso en el panteón de los clásicos se justifica gracias a dos escenas específicas que cubren el evento central de la obra: la batalla de Agincourt.

Parte del conflicto conocido como la Guerra de los Cien Años, la contienda de Agincourt representó el primer gran choque de las tropas invasoras de Enrique V con los soldados franceses. La proporción de fuerzas favorecía abrumadoramente a los locales; sin embargo, al final del día los ingleses contaban apenas un par de cientos de almas menos, mientras que los franceses lamentaban la pérdida de una cantidad estimada de entre 7000 y 10000 hombres. Semejante desenlace no podía más que avivar la idea de que efectivamente Dios, ese día, había luchado del lado de los bretones.

Henry V tenía la misma edad que Branagh en el momento de la batalla. Tal vez eso influyó en la sanguínea interpretación del actor, que compone un Henry crudo, emocional, rebosante, que parece haber nacido hablando el inglés florido de Shakespeare. La fantástica escena del discurso previo es una excelente muestra de una arenga de las que a uno prácticamente lo mueven a buscar un casco y una espada y enrolarse inmediatamente.

El discurso recorre los lugares comunes del nacionalismo y la gloria, pero también pone un peso muy especial en los lazos de camaradería y la hermandad de por vida que subsistirá entre aquellos que sobrevivan a la matanza. Esta apelación al compañero de armas-hermano tuvo un gran eco contemporáneo en la laureada miniserie Band of Brothers, sobre todo en la entrevista final con algunos de los sobrevivientes auténticos de la WWII que recitan la famosa frase que encabeza este post.

Atención a un muy joven Christian Bale entre los soldados que escuchan la arenga del Rey.


La segunda escena que destaco no le va a la zaga a la anterior en emoción y grandiosidad. Terminado el combate y hecho el recuento de los caídos, Enrique ordena cantar el Non Nobis(*) y atraviesa el lodo del campo de batalla cargando con el cuerpo del personaje de Christian Bale, que ha resultado ser uno de los muertos del lado inglés. Son cinco minutos precisamente coreografiados en una sola toma y sin una sola palabra más que las el crescendo del coro, pero las imágenes lo dicen todo. El contraste entre la jovialidad de la encendida arenga previa y el saldo horrendo del conflicto no se le escapa al espectador ni al Rey de Inglaterra, según deja traslucir la gran actuación de Branagh.  


Dos escenas brillantes que personalmente me recuerdan el poder del buen cine.

(*) Non nobis, Domine, non nobis Domine, sed nomine tuo da gloriam! (No es nuestra la gloria, Señor, sino que es en tu nombre)

sábado, 13 de abril de 2013

Netflixeando: Rogue (2007)

La sección de horror de Netflix sigue siendo a todas luces bastante anémica (*), pero navegar por la categoría de "Añadidas recientemente" depara cada tanto una que otra sorpresita digna de atención. Aunque los criterios de selección de estas adiciones para mí siguen siendo inescrutables, algunas sí parecen seguir ciertos temas o patrones. Por ejemplo, las últimas novedades en el género incluyeron las 3 Wishmaster, las 3 Child's Play, y también apareció una serie de películas sobre cocodrilos gigantes, entre ellas dos secuelas de Lake Placid y la que me ocupa en este post.

(*)  Cuando digo anémica me estoy refiriendo a cantidad, no a calidad. Sabiendo los problemas de Netflix para hacerse con los derechos de películas recientes y mantener al mismo tiempo un balance positivo en los todavía frágiles mercados latinos, me resulta al menos entendible que la calidad del catálogo sea muy heterogénea. Pero el género de horror ofrece otro tipo de oportunidades, que aparentemente hasta ahora Netflix no ha podido o querido aprovechar. No soy el único a quien le gustaría poder disfrutar de una oferta extensa de películas de terror clase B, bodrios por más señas, de esas que existen primordialmente para disfrutar entre amigos o para matar las últimas horas del día. Al saber perdida la competencia por el cine reciente o premium, Netflix podría reorientar sus esfuerzos a convertirse en EL repositorio de cabecera para el fan del horror, o cine clásico de género, ya que me cuesta creer que los derechos de estos films sean demasiado onerosos. Pero la verdad es que ignoro los detalles...

La película en cuestión se llama Rogue, un título tal vez no muy feliz por lo poco descriptivo. Y que me suena de alguna forma como un intento de imitar a Jaws (y la regla no escrita dice que toda película de animal monstruoso que se precie debe tomar algún apunte de Jaws) en eso de aludir en forma lírica o indirecta a la bestezuela de marras. Esta es una práctica que normalmente se pierde por completo en la traducción a nuestro idioma, viendo que Jaws se transformó en la muy obvia Tiburón, la mencionada Lake Placid se llamó simplemente El Cocodrilo, y así. Aunque quizás sea mejor que nuestros tituladores se aferren a la literalidad. The Ghost and the Darkness (1996), aquella de los leones asesinos con Val Kilmer y Michael Douglas, ligó el cuestionable nombre de Garras (!!)

Es posible que Lake Placid sea en buena medida la responsable (o culpable) de la resurrección del subgénero de cocodrilos gigantes en el cine del nuevo milenio. Apostando al humor muy tongue in cheek, logró algo similar en el género a lo que Scream había hecho pocos años antes con los thrillers de asesinos seriales. No era una gran película ni mucho menos, pero le sobraba audacia para meter a Bridget Fonda, Brendan Gleeson, Bill Pullman y Oliver Platt en una recreación-parodia directa y honesta de las viejas películas de monstruos, y un guión igualmente desvergonzado y repleto de humor negro. Esta combinación parece haber sido suficiente para ganarle una buena cantidad de seguidores. En lo personal, Lake Placid me resultó entretenida, que es mucho más de lo que puedo decir de algunas películas posteriores que trataron de seguir el mismo camino; por ejemplo la demasiado aburrida Eight Legged Freaks (2002) o las abominables secuelas/reinventos de Piraña. La línea entre el homenaje retro y el bodrio que confunde autorreferencia con inteligencia es aparentemente muy delgada, ni hablar cuando se intenta hacer una comedia de horror.

Greg McLean, director de Rogue
Rogue (término inglés que en el contexto del reino animal se aplica a los ejemplares salvajes, descontrolados y solitarios) aparece en Netflix con el nombre Terror bajo el agua. (¡Hablando de títulos poco inspirados!). Pero la película se distingue de sus parientes cinematográficos en un par de rubros. Nada más empezar, con la llegada del protagonista a un bar remoto del outback australiano, impactan la calidad de la fotografía, lo económico de los diálogos, la naturaleza ominoso-melancólica de la muy buena música, y el filoso lenguaje visual. Al buscar datos del director descubrí que se trataba de un tal Greg McLean, quien había dirigido previamente Wolf Creek (2007). Esta había sido una película típica en el género de los hillbillies asesinos -que incluye clásicos como Deliverance (1972), también en Netflix, y The Texas Chainsaw Massacre (1974) - pero que aún sin apartarse de las convenciones lograba crear una atmósfera de tensión muy interesante que le daba una personalidad propia.

Más animado entonces por este buen comienzo, me preparé a recibir aún más sorpresas. Fue una espera vana. Lo que fundamentalmente hace agua (ja!) es el guión, que de tan rutinario me imagino que en Hollywood debe existir en forma de sello, o de formulario. Un grupo de ............ (turistas) queda atrapado en un ............. (islote en medio de un río), donde son acechados por un ......... (cocodrilo gigante) que va .............. (devorándolos) uno a uno. Lo que nos queda por evaluar entonces es la ejecución de este concepto. No querría ser demasiado injusto, ya que no espero que a esta altura se pueda innovar demasiado; es simplemente que hay veces en las que una película logra hacer click a pesar de cargar con un tema trilladísimo. Rogue no lo consigue, aunque queda cerca.

La caracterización de los personajes/víctimas potenciales podría haber sido mucho peor. Los estereotipos esperables en este tipo de film reciben aquí pequeños detalles de atención y diálogos mayormente naturalistas que contribuyen a su humanización. Pero la acción que afecta a estos personajes es fórmula, fórmula. Consideremos el interés romántico del reportero protagonista, la muy bonita australiana Radha Mitchell. Radha es la guía del tour y capitana de la barca que llevará a los turistas por un río apartado donde eventualmente se toparán con el super-croc. El personaje está bien delineado, con varias facetas que la muestran como una mujer con la firmeza necesaria para manejar situaciones de tensión, sin llegar a ser una heroína de videojuego. Pero si la caracterización supera la media de la industria, el guión termina tratándola como a cualquier otro interés romántico. Algo parecido sucede con el resto de los pasajeros; todo rasgo que podría haberse desarrollado en algo interesante termina siendo ignorado o descartado, ya sea por intervención reptiliana o por simple pereza argumental.

Radha Mitchell en Rogue
La caracterización del cocodrilo no tiene tanta suerte. Rogue parece haber tomado nota de Ridley Scott y el mismo Spielberg en lo que hace a la política de exposición del monstruo, ya que durante los dos primeros tercios de la película del cocodrilo apenas se ve una escama. Claro, a Spielberg o Scott esto les permitía generar un suspenso y aprensión crecientes; en manos de McLean el artilugio es tan obvio que resulta irritante, cuando no ridículo. Es que para ajustarse al requerimiento de no mostrar la cara, el croc (que tiene las dimensiones de un ómnibus diferencial y pesa claramente unas cuantas toneladas) entra y sale de escena con la velocidad y el sigilo de un ninja. La parquedad se trata evidentemente de una decisión deliberada y no de un tema de presupuesto, ya que el tercer acto revela un CGI muy decente, y es -a diferencia de la mayoría de los casos en el género- cuando la película alcanza mayor vigor y tensión genuina.

Rogue puede ser una de las mejores películas de cocodrilos que he visto hasta el momento, pero no es difícil adivinar que eso no es decir mucho. Tiene a su favor que se toma completamente en serio y no es completamente risible. Recibe un score de 6/10, principalmente por la música, la fotografía, la ambientación y el segmento final, que se reserva algunas emociones.


jueves, 8 de noviembre de 2012

Argo / Los gritos del silencio


Ben Affleck en "Argo"
Un amigo me recomienda Argo, la película sobre la crisis de rehenes que estalló en Irán a fines de los '70. Yo sólo había visto el poster con un protagonista barbudo y no sabía ni el género. Mi amigo la elogia principalmente por su equilibrio al exponer la responsabilidad de todos las partes en el contexto de la historia, cosa muy importante, ya que se trata de una recreación de hechos reales que todavía tienen impacto en el mundo de hoy.

No puedo hablar de Argo hasta que la vea. Es cierto que arrancamos con un punto negativo que es el rol protagónico de Ben Affleck; un actor soso y no muy expresivo que francamente nunca me convence, aunque no llega a las profundidades abisales de un Brad Pitt. Pero como director al menos le tengo más confianza después de Desapareció una noche (Gone Baby Gone, 2007), y esto unido a la recomendación aumenta las chances de que me aproxime con una mente más abierta.

Le comentaba en respuesta a mi amigo que me gustan los thrillers políticos cuando están bien hechos, y con esto último me refiero a que sean lo menos Hollywoodenses posible. Mi estándar dorado en el género sigue siendo Los gritos del silencio (The Killing Fields, 1984). Mi amigo titubeó; el título de la película le sonaba pero no la tenía presente. No es el único. Es una película bastante olvidada pese a que en 1985 se alzó con 3 Oscars y estuvo nominada a 4 más, entre ellos mejor película y mejor director (al menos perdió honrosamente frente al "tanque" de Amadeus). Recuerdo los trailers donde se mezclaban las escenas de combate con el Nessun Dorma de Pavarotti; una yuxtaposición de violencia y lírica que sería imitada continuamente desde entonces.


Sam Waterston y Haing S. Ngor en "The Killing Fields"
Los que hayan visto su segunda gran película, La Misión (The Mission, 1986), ya conocerán el estilo naturalista del director Roland Joffé (curiosamente, no hizo gran cosa después de este combo magistral de los '80, e incluso hace poco sacó una pieza de torture porn que las críticas coincidieron en calificar como execrable). El escenario de Los gritos del silencio es la guerra civil en Camboya a mediados de los '70. Sam Waterston (hoy se lo ve por TV en Law & Order) es un periodista del New York Times que está cubriendo la guerra en Phnom Penh junto a su colega e intérprete camboyano Dith Pran (interpretado por Haing S. Ngor). La acción transcurre en la víspera de la invasión del Khmer Rouge (los Jemeres Rojos), una organización marxista-leninista bajo el mando del líder Pol Pot. Con la ciudad ya prácticamente en manos de los revolucionarios, los distintos gobiernos extranjeros ordenan la evacuación de sus nacionales; el personaje de Waterston logra sacar a su familia pero él decide quedarse y buscar refugio en la embajada francesa junto a su equipo periodístico. Cuando la situación empeora, sin embargo, se ve obligado a aprovechar la última oportunidad de escapar del país, con la culpa de saber que al amigo camboyano que deja atrás le espera un destino muy distinto.

La película tiene dos partes bien claras. La primera narra la lucha por la supervivencia de los equipos internacionales en medio de un país devastado. Tiene escenas fuertes e inolvidables, aunque no en el sentido que le daríamos hoy post-Soldado Ryan y Braveheart. Los gritos del silencio no abunda en escenas de tiros o guerra sino que la violencia es en general más sugerida, y el clima está signado por la tensión y la seguridad de una catástrofe inminente. Como escribe Roger Ebert, "los mejores momentos son los de humanidad: las conversaciones, los intercambios de señales de confianza, las esperas, los temores repentinos, los súbitos brotes de violencia, la desesperación". En esta primera mitad se destacan John Malkovich y Julian Sands como miembros del equipo periodístico y las escenas dentro de la embajada, donde los nervios aumentan a la par que se deterioran los rasgos de civilización que quedan en pie.

La segunda parte es completamente distinta, y sigue la experiencia de Dith Pran durante los cuatro años que pasó en los campos de exterminio. La crónica fascinante de la "revolución cultural" del Khmer Rouge desde adentro va dando lugar a una atmósfera progresivamente surreal, a medida que las prácticas que siguen a la declamación de un "Año Cero" van eliminando todo vestigio del pasado. La purga incluye a todo civil que hubiera ejercido una profesión u oficio vinculado ligeramente a alguna actividad intelectual o a la "burguesía": médicos, estudiantes, profesores, periodistas. Pran oculta sus anteojos, finge que no sabe leer ni escribir y logra ser aceptado como sirviente de un funcionario; desde allí es testigo de los resultados de la ingeniería social que acompaña la reforma agraria y del desfile silencioso de campesinos que son llevados con regularidad al matadero.

Tal vez una de las escenas más escalofriantes de la película sea para mí aquella en que una niña enfrenta a Pran con ojos implacables e inquisidores, buscando una mínima chispa de inteligencia que le señale que está frente a un representante del antiguo orden. Hay algo más que el asesinato de potenciales disidentes en la aniquilación de la racionalidad y en la subversión del lenguaje. Los niños eran valorados por el Khmer Rouge por no tener la mente "corrupta" con valores considerados antirrevolucionarios; vestían uniformes y eran adiestrados y organizados en pequeñas milicias de delatores que escuchaban y observaban atentos. También tenían un rol activo en las ejecuciones y torturas. El cine nos ha dado varias simbiosis muy efectivas de niños y horror, cosa que explotan muy efectivamente también los japoneses con todos sus éxitos de J-Horror; pero para mí no se comparan con la forma en que esta niña logra erizar la piel durante unos segundos interminables. Tal vez por la comodidad con que algunos pensamientos de germen no muy disociado de estos momentos tan atroces se siguen moviendo hoy en nuestra comodidad urbana y a plena luz del día.

Eventualmente Pran logra escapar cruzando la selva, y en el camino se topa con las evidencias del exterminio. Una de las escenas icónicas y más irreales lo muestran cruzando un paisaje que podría ser lunar, pero con huesos en lugar de rocas: son algunos de los restos del millón y medio de niños y adultos camboyanos que fueron ejecutados en forma directa por el régimen y enterrados en los 340 "killing fields" repartidos por la región (se estima que otros 1-1,5 millones de camboyanos cayeron muertos por la hambruna y las enfermedades. La reforma incluía el culto a la autosuficiencia, y esto dejaba afuera a los medicamentos). Estas imágenes están acompañadas por música a veces inusual. La partitura de Mike Oldfield tiene sus detractores, pero yo pienso que el tratamiento poco convencional fue un acierto, subrayando aquello para lo cual no existen palabras, y de hecho es una de mis bandas de sonido predilectas.

El auténtico Dith Pran sobrevivió a la experiencia y fue él quien acuñó el término "killing fields". Tuvo que lamentar la muerte de 50 miembros de su familia. Hace poco (2008) falleció de cáncer de páncreas; lo recuerdo porque ocurrió unos pocos meses antes del deceso de Randy Pausch por el mismo motivo. El actor camboyano que interpretó a Pran, Haing S. Ngor, era también un sobreviviente, y tuvo también una historia triste. Su esposa murió al dar a luz en los campos de concentración, pese a que él era ginecólogo: practicarle la cesárea que necesitaba habría revelado su formación profesional. Al terminar la guerra, Ngor se mudó a Los Angeles y trabajó como reportero del New York Times. Ironías de la vida, en 1996 fue asesinado durante un asalto. Tenía 56 años. Pol Pot terminó viviendo más: murió en 1998.

Museo del Genocidio Camboyano
en Phnom Penh
Ngor es la estrella indiscutible de Los gritos del silencio. Una de esas actuaciones magistrales, que casi no son actuaciones: ultra sutil, empática, expresiva. Fue el primer actor asiático en ganar un Oscar por un rol de reparto. Pienso que la película mostró una gran audacia al dedicarle la mitad de su metraje a un desconocido actor camboyano, y la apuesta rindió con creces. Hoy no sería posible. No es un film perfecto, pero es uno de los grandes thrillers/dramas históricos realizados con un estilo de realismo que ya se ve muy poco; el descarnado, sin interferencias de falsa contrición o de correciones políticas que suenan más a guiño que a algo genuino. Ya veré cómo le va a Ben Affleck, tal vez ajustando expectativas en forma acorde.


martes, 30 de octubre de 2012

De vaqueros y gauchos


El otro día estábamos con Santi 12.0 mirando Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) por Netflix. Es un viejo western dirigido por John Ford que une a varias leyendas del cine como John Wayne, James Stewart y Lee Marvin; este último perfecto en el papel del villano acompañado por un todavía muy secundario Lee Van Cleef.

Stewart interpreta a un abogado citadino que intenta llevar un poco de ley y orden a un pueblo donde no hay ninguna. Lee Marvin es Liberty Valance, un bandido que hace y deshace a su antojo frente a un sheriff glotón y timorato que se esconde cada vez que aparece. La única resistencia la opone el ganadero Tom Doniphon (John Wayne), el hombre fuerte del pueblo, en quien todos pueden confiar y de quien todos pueden depender, y que además es un experto tirador y uno de los pocos capaces de hacer recular a Valance.

Pero Doniphon no es un héroe perfecto. Es un cínico formado en el pragmatismo. Descree del idealismo del abogado Stewart, y desprecia tanto su negativa a usar armas como su pasividad ante la agresión constante del bandido Valance. Pero lo que le resulta especialmente incomprensible es la  insistencia de Stewart en llevar al criminal ante la justicia en lugar de tomar las riendas del asunto y ubicar una bala en el lugar correcto ante la próxima provocación.

La película empieza muchos años después en el mismo pueblo, cuando del tren desciende un Stewart bastante más viejo y convertido ya en un famoso senador nacional. Los viejos amigos y los nuevos habitantes lo reciben con algarabía y el flamante periódico del pueblo quiere entrevistar al hijo pródigo, pero Stewart declina los compromisos e informa que sólo vino a presentar los respetos a un conocido que acaba de fallecer: Tom Doniphon.

"¿Quién?", preguntan algunos. En el pueblo nadie parece conocer o recordar al viejo ganadero y no se explican por qué Stewart podría tener algún interés en un desconocido muerto. De hecho, el humilde cajón está solo en la morgue acompañado de un par de personas. La historia del ascenso de Stewart y la caída de Tom Doniphon tiene un reflejo en un brillante "gag" cuando el senador se topa con la misma diligencia que lo había traído hace tanto tiempo, ya polvorienta y en desuso con la masividad moderna del tren. Uno de los temas de la película es el reemplazo de los viejos órdenes por órdenes nuevos, y quiénes ganan y pierden en el recambio (*)

Pero me adelanto. Mientras miraba esta parte inicial del relato enmarcado y antes de que comenzara el largo flashback que compone la historia principal, sentí ese picor típico del "dejá vu". Algo evidentemente me estaba resultando familiar, aunque no tan fuerte como para identificarlo con escenas, personajes o situaciones concretas. Tenía que buscar a nivel subtexto o evocativo.

Unos días más tarde el recuerdo hizo clic. Ese inicio me había traído a la memoria no otra película, sino un libro: Sebastian's Pride, de Susan Wilkinson, que narra la historia de una familia de inmigrantes ingleses en la Argentina de fines del s. XIX. Es una novela apasionante (se tradujo al castellano como "Don Sebastián"), y es una verdadera lástima que sea tan poco conocida.

Todo comienza con el hallazgo del cadáver de un gaucho en medio de la pampa. El cuerpo está en estado  avanzado estado de putrefacción y las autoridades sólo logran identificarlo gracias a las iniciales del facón y el muñón que en algún momento daba lugar a una mano.

La familia de Sebastian Hamilton llega de Inglaterra para identificar el cadáver, pero no hay muchos gestos de condolencias o lamentos. Entre los deudos se siente más bien fastidio, rencor y alivio. El muerto no era aparentemente alguien muy querido, pero sí algo más que un simple gaucho muerto en la imensidad de la llanura. Hubo un tiempo en que el nombre de Sebastian Hamilton inspiraba respeto y temor.

El resto de la narrativa se centra en la llegada del joven Sebastian a la Argentina junto a su familia y su progresiva conversión en una criatura de estos pagos. Sebastian tiene un carácter volcánico y una capacidad de odio que se complementan perfectamente con su tenacidad implacable. Inmediatamente demuestra interés por la vida del gaucho, ese beduino de la pampa húmeda que se rige por códigos primarios, eficientes y muchas veces salvajes. Sebastian admira los rasgos arquetípicos del gaucho, como la sed de libertad y la irreductibilidad; con la misma fuerza desprecia a su propia familia, a quien ve débil y encorsetada en formalidades banales. El hermano médico, un inglés sensible y sensato, no puede explicar ni explicarse la fascinación que siente Sebastian por esta tierra y su gente, o su desdén hacia cualquier ley que no sea la del caballo, la palabra y el cuchillo; mucho menos su decisión de dejar Buenos Aires para embarcarse en un largo viaje en carreta con su esposa nativa y levantar una estancia en medio de la nada.

Sebastian's Pride es una épica multi-generacional que me recuerda a las de Isabel Allende, excepto que el realismo de Wilkinson no tiene una sola pizca de magia. El protagonista es de por sí un personaje difícil, imposiblemente terco y hasta cruel, y las circunstancias que atraviesa son descritas con igual ferocidad: desde el duelo de facón donde Sebastian entrega su mano a cambio de ser reconocido como un gaucho de alma, si no de sangre, hasta las escenas de horror donde despacha carretas de cadáveres junto a su hermano en una Buenos Aires devastada por la fiebre amarilla.

Tom Doniphon y Sebastian Hamilton comparten una vida de fama y poder, aunque con características distintas. Ambos, sin embargo, empiezan sus respectivas historias ya fallecidos tras una larga vejez en soledad, y con poca gente para llorarlos. En ambas historias de vida pueden identificarse tal vez varios factores en común que precipitan la caída - orgullo, hubris, etc., ejemplos de aquella hamartia aristotélica.

Pero hay un trasfondo común e impersonal en la desaparición del vaquero y del gaucho a medida que el progreso (la llegada de la ley al pueblo en Un tiro en la noche; el crecimiento de una Buenos Aires cosmopolita y el desarrollo de la República en Sebastian's Pride) les va dejando menos margen de acción, los reprime directamente, o los convierte en figuras irrelevantes. El vaquero de John Wayne y el gaucho creado por la pluma de Wilkinson son un paralelo de sus roles más amplios. No tienen un fin espectacular ni heroico, a los tiros o cuchillazos: simplemente mueren en algún punto indeterminado, mucho después de morir en la memoria o el interés de los que los conocieron. Así también la modernidad avanza dictando nuevas normas tácitas y de a poco se disuelven y mutan todas las cosas y los hombres.

(*) Uno de los temas desarrollados con gran impacto por James Clavell en su inolvidable novela King Rat.


sábado, 27 de octubre de 2012

Dos citas de Lee Marvin


Con Santi 12.0 estamos explorando la selección de westerns que ofrece Netflix. La última película que vimos fue una de la que hablaré en otro post más extensamente. Uno de los protagonistas era Lee Marvin: estuvo fantástico. La actuación, y sobre todo una voz de asfalto, al servicio de un personaje memorable.

No soy gran conocedor de su carrera fuera de Doce del Patíbulo (The Dirty Dozen, 1967), así que busco en ImDB y descubro una vida interesante. De joven fue expulsado de docenas de escuelas por su mal comportamiento. En la Segunda Guerra fue francotirador con los US Marines en el Pacífico. Una ráfaga japonesa le dio en el trasero y le cortó el nervio ciático. Fue enviado de vuelta a casa, pero la experiencia (la de la guerra, no el tiro en las nalgas) lo marcó de por vida y determinó su orientación al pacifismo. Al mismo tiempo puede haber alimentado su afición al alcohol y su condición de "duro" que - dicen - era genuina y no pura fama.

ImDB incluye una selección de algunas de sus frases, muchas de ellas sobre violencia, sociedad y por supuesto cine, todas ellas muy perceptivas. Elijo dos.

"¡Ah, el estrellato! Le ponen tu nombre a una estrella en la acera de Hollywood Boulevard, y vas a verla y la encuentras cubierta con una pila de caca de perro. Eso te dice todo lo que necesitas saber, querido."

"La enfermedad está en la audiencia; el cineasta sólo refleja el clima de la sociedad. No haces películas para cambiar a una nación; haces películas que sean históricamente fieles a su tiempo. Eso es lo que las hace relevantes y comerciales. Si la audiencia responde, bueno, ya sabes dónde está la enfermedad. La violencia criminal siempre atrae a multitudes, aunque la gente tenga miedo de admitirlo. Cuanto mayor es la audiencia, mayor es la provocación; y cuanto mayor es la provocación mayor es la ira del espectador, hasta que llega el punto en que se vuelve parte del descontrol. El ciclo de películas sobre crimen que vemos hoy te ofrece una forma indirecta de participar de la ola criminal sin cometer un crimen tú mismo. Esa sensación está latente en cada uno de nosotros. Todos quieren ajustarle las cuentas a alguien. Y esto debido a la ola de disturbios, la desconfianza general, los asesinatos y la falta de una respuesta socialmente aceptable. Así que vas a ver todo esto al cine".


miércoles, 10 de octubre de 2012

Cumple retro para el Sr. Glass


Recuerdo cuando la Antigua Casa América todavía adornaba la Avenida de Mayo.

Tras la vidriera descansaba una colección de instrumentos sorprendentes; adentro el ambiente era toda distinción y vendedores al acecho, pero respetuosos. Por eso me resultaba tan extraño el contraste del videoclub que -quizás por la crisis financiera que eventualmente apuraría el cierre, o por un intento fallido de diversificación- se había instalado bien al fondo, como para no llamar mucho la atención.

Como me quedaba cerca de la oficina, era costumbre pasar los viernes después del trabajo para alquilar alguna cosa que ver con la familia durante el fin de semana. Ese día volví a casa con 7 (siete) videocasettes bajo el brazo. El spread de géneros y edades de la audiencia había abonado la costumbre de contar con una variedad adecuada de películas para cubrir todos los gustos. Uno de estos VHS cuidadosamente seleccionados y extraido de los anaqueles del videoclub que funcionara en el fondo de aquel local de la extinta Casa América era la legendaria Koyaanisqatsi, de Godfrey Reggio.

Terminé viéndola yo solo, por supuesto, y nada más ligué algunos rezongos por mi fantástica idea de alquilar un film sin diálogos, personajes o trama convencional. Pero Koyaanisqatsi valía la pena y no me defraudó. El error es considerarla un documental, porque era más una experiencia de inmersión, un trance, aún en un televisor modesto de rayos catódicos de mediados de los '80. Parábola sobre la vida moderna y la alienación progresiva de la humanidad, la película estaba llena de imágenes que perduran en la retina, como aquella famosa superposición del frenesí de un subte en hora pico con las salchichas que salen de la línea de producción de una fábrica de embutidos.

Koyaanisqatsi (que quiere decir "vida desequilibrada" en lengua nativa norteamericana) no tiene diálogos, como dije; las imágenes son esencialmente mudas, pero aún así hay mucho para escuchar. Eso es gracias a la música omnipresente de Philip Glass, el astro minimalista que hoy cumple 75 años. Esta fue su primera partitura para el cine y la que lo puso en el mapa de los cinéfilos.

Para que el tributo sea realmente retro, aquí va un cover en chiptune (música de 8 bits) del tema final de Koyaanisqatsi, compuesto por Philip Glass en una época mágica.



PD: Uno de los "guionistas" del film, Ron Fricke, tuvo la oportunidad de dirigir su propia película 10 años más tarde, la muy similar y espectacular Baraka. Esta también tuvo una banda de sonido notable, aunque a cargo de varios artistas distintos.


viernes, 28 de septiembre de 2012

Cine: Monsters


La producción independiente Monsters (2010), de Gareth Edwards, no es necesariamente una gran película. Algunos piensan que no es tampoco una buena película. Otros me han dicho que es el bodrio cinematográfico más importante que han visto en su vida.

Pero para mí representó una experiencia distinta y diría hasta refrescante. La trama es mínima: un fotógrafo debe rescatar a la hija rebelde de su jefe y traerla de vuelta sana y salva a su hogar en Estados Unidos. La chica ha quedado varada en una "zona infectada" de México, una de las tantas áreas de la tierra que han sido copadas por alienígenas. En su viaje de regreso a la civilización la pareja debe cruzar ecosistemas irreconocibles de junglas y ríos y superar distintos obstáculos, humanos y no tanto. En el camino se encontrarán con varios personajes pintorescos y -por supuesto- con sí mismos. Eso es todo.

La parte de ciencia ficción -la invasión extraterrestre- está amortiguada por quizás el único irritante de peso en mi opinión, que es la presencia del MENSAJE: la parábola social, el juego de palabras en inglés con la palabra alien, la idea explícita de que los monstruos "somos nosotros", y otros lugares comunes por el estilo. La insistencia amateur en esta alegoría relega los detalles específicos de la invasión al grado de borrosos, surreales y no demasiado coherentes, aunque es muy probable que el presupuesto magro (u$s 800K) haya tenido algo que ver. Los modestos efectos especiales que llegaron a la pantalla son, sin embargo, bastante efectivos.

La película no pasa de la hora y media, pero muchos de sus detractores mencionan haberse aburrido como ostras (y hablando de lugares comunes -- ¿se aburren las ostras?). Se trata sin duda de una experiencia lenta y hablada. Pero si no me arrepentí de verla, a pesar de la trama ínfima y el didactismo, es porque descubrí cierta poesía inusual en su estilo naturalista. La fotografía, los diálogos, el ritmo deliberado, las ojeras y el acné en las caras lavadas de los actores, me plantearon un mundo táctil y crepuscular a años luz del plástico digital de otras películas con temáticas similares (nada más para mencionar un par recientes, Battle Los Angeles y Battleship), y por lo tanto mucho más apto para la identificación. Puede influir el hecho de que los protagonistas, que son pareja en la vida real, hayan trabajado a lo Blair Witch sobre un guión básico y hayan improvisado la mayoría de sus líneas. O quizás simplemente fueron mis bajas expectativas.

O fue la banda de sonido. No conocía al británico Jon Hopkins antes de Monsters, pero empecé a prestar atención en el segundo tercio de la película. No son muchos artistas los que recuperan para mí el inigualable sonido "spacey" de Vangelis, pero Hopkins logró crear una atmósfera irreal y melancólica con un tema que se repite a lo largo del film y subraya su intimismo constante. A continuación, el tema principal de Monsters, y recomiendo también la variación "Candles".


jueves, 20 de septiembre de 2012

Tom Wilson no quiere Volver al Futuro




La película Volver al Futuro forma parte de los mejores recuerdos fílmicos de una generación entera y continúa siendo, en mi opinión, una de las colaboraciones Spielberg/Zemeckis más brillantes y -naturalmente- perdurables. Como prueba mencionamos el éxito del reestreno digital que organizó CinesArgentinos.com en 2011. La movida de Sir Chandler hizo posible que 60.000 argentinos pudieran entrar en una sala de cine para volver a 1985 y disfrutar la peli entre pochoclos, risas y una alta dosis de nostalgia, con o sin camperas inflables.

Uno de los aspectos más logrados de Volver al Futuro era el tono, siempre con una base de humor ligero. Muchos recordamos con cariño a Biff Tannen, el villano interpretado por Tom Wilson, que no dejaba en paz a los McFly donde (o más precisamente, cuando) quiera que estuviesen. Tanto Michael Fox (Marty) y Christopher Lloyd (el Doc) como los más secundarios Crispin Glover (George McFly) y Lea Thompson (Lorraine) continuaron sus carreras en el cine tras su participación en la saga. Pero ¿qué fue de Wilson?

Tras una aparición en la serie Wing Commander a mediados de los '90 (el juego de PC que protagonizaban Mark Hammil y Malcolm McDowell, no la película posterior de Chris Roberts que no he visto pero que aparentemente no merece la pena), en la que interpretaba al piloto "Maniac", Wilson pareció evaporarse del ojo público.

La "magia" del cine tiene esa costumbre de querer invadir la realidad donde los actores y actrices llevan vidas corrientes, invariablemente mucho más complicadas que aquel mundo donde la eterna inocencia de Marty y el Doc, o el patetismo cómico de Biff, coexisten y parecen hasta normales. Uno gusta de pensar que todo el elenco de una de sus películas favoritas de todos los tiempos se lleva de maravillas. Lo cierto, sin embargo, es que comenzaron a surgir rumores sugiriendo que Wilson no apreciaba demasiado la fama rutilante que le había aportado su rol como Biff.

Como para confirmar las versiones, ya en el siglo XXI apareció en YouTube un insólito video donde el mismísimo Tom Wilson hace referencia a las preguntas que debe soportar desde mediados de los '80. Al parecer el actor se ha reinventado como cómico stand-up, y a juzgar por el éxito y lo hilarante de este clip, podemos suponer que mal no le debe ir. Reproducimos abajo la letra en inglés de "The Question Song" para que se pueda seguir el hilo. Además, encontramos allí la opinión de Tom (¿o es más bien Biff en este caso?) sobre una eventual nueva secuela de la serie.